Vivimos tiempos difíciles. De vez en cuando, el mundo se molesta
en recordarnos que la vida no siempre es bella, y que en cualquier momento
alguien puede reventar de un solo manotazo la burbuja de tranquilidad en que
figimos envolvernos. Y de pronto, nos sentimos vulnerables.
Ya ha pasado más veces. A nuestro supuestamente seguro mundo occidental le
atizan un mazazo y adiós tranquilidad. Aquel 11 de Septiembre que dio una
vuelta a nuestras vidas fue el principio, y otros días negros le siguieron.
Bien que lo hemos sentido en España en nuestras carnes, y bien que ha continuado
hasta ese terrible hecho de París. Nos hemos repetido hasta la saciedad que no
hay que tener miedo. No hay que temer usar la libertad de expresión, hay que
pelear por ella, hay que salir a la calle y opinar libremente. No podemos ni
debemos rendirnos. Claro y meridiano.
Pero no es ése el miedo que me embarga hoy. Una vez metabolizado lo ocurrido, y
asimilado en la medida de lo posible, lo que me aterroriza es otra cosa. Una
vez pasada la resaca de manifestaciones y gestos grandilocuentes, temo algo
peor si cabe. El miedo a tener miedo. El miedo a que el temor se adueñe de nosotros
y nos posea sin darnos cuenta. Que, sin percatarnos, cambiemos el modo de ser y
de vivir las cosas, y revistamos de prudencia lo que no es otra cosa que temor
encubierto.
Ya se empiezan a oír voces que hablan de no provocar, de moderarse, de evitar
el peligro, de no publicar determinadas cosas, de no decir otras. Ya empieza a
percibirse en el ambiente que la seguridad puede servir de pretexto a
restricciones de derechos y a trabas para ejercitarlos. Pero no es eso lo que
temo. Lo que temo es que no tengamos el valor de alzarnos contra ello, y que ni
siquiera nos apercibamos de ello. Lo que temo es que la conciencia colectiva
quede anestesiada, como ya lo estuvo en otros tiempos. Otra vez no, por favor.
Ojala pudiéramos cubrirnos de un impermeable imaginario que no
dejara penetrar al miedo. Ojala no permitamos que se incruste en los poros de
nuestra piel y se nos quede enganchado para siempre entre sus pliegues. Así que
hay que estar alerta. No dejemos que nadie decida por nosotros, que recorte lo
que nos pertenece diciendo que lo hace por nuestro bien. No dejemos que nos
aturda el odio, y la sospecha de peligro se apodere de nuestras vidas.
Lo peor que podría sucedernos sería que sujetaran nuestras bocas
con una mordaza de seda. Tan sutil que ni nosotros mismo la notáramos y
llegáramos a acostumbrarnos a vivir con ella.
Por eso tengo miedo a tener miedo. Porque entonces habrán ganado.
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