Susana Gisbert. Estamos acostumbrado a oírlo: las mujeres y los niños primero. Sea
un naufragio -todos recordamos la escena de Titanic- o sea cualquier
otra situación de riesgo, parece que la prioridad está ahí. Y de
ahí se traslada a otros lugares, y, en cuanto nos hablan de algún
terrible ataque, atentado o desgracia, el locutor de turno apostilla
que entre los tropemil muertos, X eran mujeres y niños. No falla.
El lenguaje es perverso, y deja escapar los patrones que la realidad
a veces niega. Y esa paridad entre mujeres y niños, como si se
trataran de dos colectivos de personas indefensas, a mí
personalmente me toca el trigémino. Por supuesto que la muerte de un
niño tiene un plus sobre la de un adulto, pero la muerte de una
mujer es exactamente igual que la de un hombre. Salvo que se trate,
claro está, de que esa muerte sea debida a su condición de mujer,
como ocurre con la violencia de género, pero ésa es otra historia.
Seguir parificando, en pleno siglo XXI, a las mujeres con los niños,
es fruto de un machismo claro, de ése que anda escondido en el disco
duro de nuestra sociedad y en cuanto puede sale a la luz para que no
nos olvidemos que ahí sigue. Y por muchos años, si nadie lo evita.
Ya sé que algunos pensarán que estoy tirando piedras a mi tejado.
Pero de eso nada. Yo no aspiro a que me traten mejor, aspiro a que me
traten igual. Aunque eso no conlleve el privilegio de ser la primera
en tener chaleco salvavidas en un naufragio. Lo que deseo es que
todos tengamos chaleco. Tal cual.
Así que, señores locutores, piénsenselo bien la próxima vez que
nos hablen de un atentado, de un desastre natural o de una catástrofe
humanitaria. Las personas adultas somos personas adultas, sin más,
no es peor ni mejor la muerte de una mujer que la de un hombre. Y,
desde luego, no es comparable a la de un niño. Ni a la de una niña,
claro, que hasta ahí sale el machismo.
Y en cuanto a nosotras, no cedamos a un falso privilegio. No es más
que pan para hoy y hambre para mañana. Y de eso sabemos un rato.
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