Susana Gisbert. /EPDAEl otro día paseaba por Valencia cuando oí algo que llamó mi atención. Una voz de hombre cantaba a capella con gusto exquisito un bolero. Era una buena voz, de cantante lírico bien formado.
Busqué con mi mirada de dónde provenía, y escudriñé puertas y ventanas, pero nada. La voz venia de un motorista, un repartidor de una empresa de comida a domicilio, parado en un semáforo. Y la voz se fue marchando conforme el semáforo cambiaba de color. Pero mi cara de pasmo se quedó allí. Y aun la conservo.
Todavía no sabría decir si me gustó lo que oí o no. Y no por la calidad del cantante y su canción, que eso no tiene discusión, sino por algo más profundo. ¿Me gusta que un motorista nos alegre la vida cantando en sus repartos? ¿O, por el contrario, me encoge el alma pensar que alguien que canta tan bien ha de dedicarse a ser repartidor?
Por desgracia, creo que es lo segundo lo que más me impacta. Creo que, a pesar de que resulte una sorpresa agradable oír a alguien cantando tan bien -a nadie le amarga un dulce- da mucho qué pensar sobre lo poco que valora nuestra sociedad la cultura en general y los artistas en particular.
Por razones personales -soy madre de artista- conozco de primera mano las dificultades con que se tropieza alguien que quiere hacer del arte su vida y tiene talento para lograrlo. Dificultades que, en la mayoría de casos, se parecen tanto al arte como un huevo a una castaña. Burocracia, inseguridad laboral o condiciones precarias son su día a día.
Todo esto hace que el famoso plan B se acabe convirtiendo en el plan A, e incluso acabe siendo el único plan. Un ocupación cualquiera e indeseada porque la deseada y para la que se llevan preparando toda la vida no les da de comer. Así de claro y así de triste.
Así que, aunque me encantó escuchar la música sobre ruedas del repartidor, me encantaría no tener que escucharla en mitad de la calle, salvo en un concierto. Me gustaría que pudiera hacerlo en un teatro, ante un público que fuera a escuchar con calma y no a moverse de un sitio a otro con prisa.
Tal vez mi repartidor no quisiera más que entretenerse en el trabajo, y no tenga ínfulas ni deseos de triunfar. Y, si es así, le alabo el gusto de alegrarnos la vida. Pero, si no lo es, le deseo de todo corazón que tenga la oportunidad de cantar donde su voz merece.
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