Caminaba a paso acelerado por la calle Ángel Guimerá, en ese tramo que una inusual barrera estrecha en los últimos metros antes de alcanzar la Gran Vía Fernando el Católico, cuando me crucé con dos hombres de aspecto descuidado, con llamativo desaliño. Uno, enfático, le decía al otro: “Nadie habla conmigo. Estoy solo”.
La frase me conmovió y llamó a la vez poderosamente la atención. No la lanzaba al vacío, en plan pregunta retórica. Se la dirigía, paradójicamente, a la persona que andaba junto a él, que, teóricamente, le escuchaba. No obstante, ese a priori no valía a quien hablaba, no calmaba su desazón.
La Navidad, época de encuentros y de difusión de la fraternidad real o artificial, acentúa la soledad. Lo hace especialmente en segmentos como el de la gente a la que se considera mayor. En Valencia alrededor de 45.000 personas con 65 o más años viven sin compañía. Algunas disfrutarán de ese estado; otras, lo aborrecerán, especialmente en estas semanas o en otras festivas, cuando la alegría ajena agrava la tristeza propia.
En cualquier caso, la soledad, sea buscada o encontrada, da para múltiples reflexiones y para bastantes acciones que la atenúen en el caso de que se sufra. El poeta Gustavo Adolfo Bécquer, archiconocido por su “volverán las oscuras golondrinas en su balcón los nidos a colgar…”, apuntaba que “la soledad es hermosa cuando se tiene alguien a quien decírselo”.
El escritor ruso Anton Chéjov, que destaca para su habilidad para describir la naturaleza humana, apostillaba, en esa línea, que “las personas que viven solas siempre tienen algo en su mente dispuesto a contar”. Y también en su repertorio resalta otra frase: “no se puede juzgar a una persona por sus logros, sino por cómo trata a los demás”. Y el compañero del solitario, pese a la sensación de este último, le estaba escuchando y esperaba su momento para hablar.
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