José Aledón De entrada, hay que aclarar que no todo el que niega es negacionista, pero también será bueno reconocer que, a veces, por ahí se empieza. Así, todo acusado suele negar el hecho o hechos en los que se basa la acusación, reforzado a veces por el manido consejo de su abogado: “Niégalo todo”.
A base de práctica se puede pasar de negador a negacionista con relativa facilidad, aunque hay que advertir que conseguir una buena nota en el selecto gremio negacionista requiere una sólida preparación sobre el tema a negar, a la vez que una imprescindible capacidad persuasiva.
Analizaremos aquí al “negacionista”, elemento nacido oscuramente en el último tercio del siglo XX, exclusivamente relacionado con la negación de la Shoah o programa de aniquilación de la población judía en Europa puesto en práctica por la Alemania nazi. Hay que recalcar que dicho negacionismo relacionado con el crimen de Estado es el Negacionismo por antonomasia y constituye un delito en buena parte de los ordenamientos jurídicos de los actuales Estados de Derecho.
Hay, sin embargo, importantes hechos sociales y políticos acaecidos en lo que llevamos de siglo XXI que han generado otros supuestos negacionismos, como los referentes al cambio climático o al origen y naturaleza de la infección y transmisión del Covid-19 así como a la supuesta – e impuesta - forma de evitarla.
Creemos que meter interesadamente en el mismo saco negacionista la oposición teórica y práctica a ciertas políticas de Estado relacionadas con los citados hechos y el crimen de Estado nazi banaliza la naturaleza primigenia del término a la vez que criminaliza toda disidencia académica o popular a iniciativas gubernamentales aplicadas prácticamente manu militari en demasiadas ocasiones, asegurando, de tal modo, la omisión de un necesario y saludable debate público. Tales supuestos negacionismos, no siendo aún formalmente delictivos, han incidido e inciden profundamente en el orden social.
Será oportuno recordar igualmente que el negacionista de hoy puede convertirse en el afirmacionista (término no reconocido por la Real Academia Española) de mañana, por lo que no estará de más definir y acotar el “negacionismo” que, según la citada RAE, es la “actitud que consiste en la negación de determinadas realidades y hechos históricos o naturales relevantes”.
Claro que, habría que empezar por definir qué es la “realidad” para encuadrar seguidamente a alguien en algún negacionismo determinado.
Sabido es que los paradigmas científicos, religiosos o sociales son cambiantes y, generalmente, evolutivos, por lo que siempre se requerirá cierta dosis de prudencia al afrontar cualquier presunto negacionismo, pues negacionistas fueron Nicolás Copérnico (1473-1543) cuando opuso el heliocentrismo (esbozado ya por los pitagóricos) al geocentrismo, avalado éste nada menos que por Aristóteles, la Escolástica y la Iglesia; Martín Lutero (1483-1546) quien, negando la doctrina católica de la transubstanciación propuso la consubstanciación, y Galileo Galilei (1564-1642) cuando, al reafirmar el heliocentrismo, invalidó la Física aristotélica y estableció, a la vez, las bases del método científico.
Los afirmacionistas - que siempre son muchos más – suelen reaccionar muy mal ante el negacionista contumaz, lo que dice muy poco en su favor, pues, si la razón está de su parte ¿qué temor hay ante quienes son comparativamente pocos y, generalmente, algo tímidos? La realidad se impondrá y quedarán desacreditados. Deberían imitar a esos perros grandes y robustos que, ante los ladridos del atrevido faldero, lo miran impasibles y siguen su camino, pero no, no solo creen tener la razón sino también el derecho al uso de la fuerza, usándola hasta donde haga falta para hacer callar al disidente, sobre todo cuando las tesis supuestamente negacionistas ponen de manifiesto los puntos débiles o meridianamente falsos del discurso oficial. Eso, y no otra cosa, pasó con Galileo y su enfrentamiento con el establishment científico y religioso de la Europa católica del momento, culminado con su procesamiento por la Inquisición romana, la que, por cierto, fue relativamente benigna con él, pues sólo le condenó a prisión y, debido a su edad y estado de salud, se le autorizó a cumplir la condena en su propia casa.
Hoy, aquella condena equivale, en la mayoría de las ocasiones, a la estigmatización en el mundo académico, al veto al tratamiento serio de la cuestión en los medios de comunicación generalistas y a la cancelación del hereje en las redes sociales dominadas por el paradigma oficial, y es aquí donde se puede relacionar el negacionismo con la contracultura, pues, como manifiesta J.L. Herrera Zavaleta “La contracultura sólo es un esfuerzo por descifrar y superar la vigencia de costumbres, ideas y creencias caducas en el interior de un sistema… La contracultura es un paradigma que nos permite comprender el devenir de expresiones culturales alternativas a un sistema. Incluye manifestaciones artísticas, científicas, sociales, filosóficas, económicas y políticas, contrarias o diferentes a la Cultura Oficial, a la cultura del sistema; es una forma específica de ver la realidad, establece límites a lo hegemónico, formula interrogantes, introduce enigmas en el imaginario social… La cultura oficial del sistema encierra siempre la contracultura. La contracultura no busca un nuevo sistema, es sólo la lucidez frente a los sistemas dominantes a través de la historia. Por eso será siempre alternativa y si se quiere, también a veces sumergida”.
Ese ostracismo de la disidencia, contracultura o negacionismo por parte de la academia impide la discusión y debate donde debe darse con el fin de fijar un nuevo paradigma, privándole al conjunto de la sociedad de un indiscutible progreso, pasando así, en la tecnologizada sociedad comunicacional en la que vivimos, tal disidencia a las masas sin filtro alguno, corriéndose el riesgo de que una teoría negacionista quimérica pero bien estructurada sea difícilmente refutada, no ya por el ciudadano corriente, sino incluso por muchos supuestos expertos, lo que corrobora la afirmación orteguiana: “la moneda falsa circula sostenida por la buena”, representando tal confusión, paradójicamente, un más que probable peligro de erosión política, social y cultural para las élites gobernantes, polarizándose la sociedad y obligándolas a recurrir, a veces con evidente fruición, a feroces y terribles represiones que creíamos solo propias de otros tiempos.
Esa falta deliberada de debate público sobre determinados temas propiciada por el Poder manifiesta palmariamente, por paradójico que pueda parecer, el cada vez más escaso valor que en nuestro tiempo se le otorga a la ciudadanía como protagonista de la construcción colectiva de la democracia liberal, cuya propia naturaleza exige pluralismo en asuntos de interés público, lo cual reclama imperiosamente el uso de la libertad de expresión.
En todo Estado de Derecho existe formalmente la libertad de opinión y expresión, siendo, no obstante, necesario determinar y acotar los límites de la misma siempre que, de una manera fehaciente, se demuestre que ciertas opiniones provocan daño social, como pueden ser las relacionadas con el racismo, la estigmatización de ciertas minorías o la discriminación por razón de sexo, credo, idioma, origen nacional, etc., así como, a nivel individual, la salvaguardia de la intimidad, el honor, la dignidad, la reputación y el buen nombre de las personas.
El derecho a la libertad de expresión implica, también, la protección del derecho a disentir y, por ende, la libertad de difundir todas aquellas opiniones que no se avengan con la ideología mayoritaria. La libre manifestación y circulación de ideas contrarias a la opinión predominante enriquece la tolerancia y la convivencia pacífica, promociona la igualdad, fortalece la ciudadanía responsable y aumenta las posibilidades de control que, en una sociedad democrática, corresponde realizar a la opinión pública sobre las autoridades estatales. En este sentido, la posibilidad del individuo de disentir, en tanto manifestación directa de su libertad de conciencia, comporta la facultad de informar a la opinión pública acerca de estas ideas a través de los medios de comunicación, siempre y cuando la difusión de esas opiniones no altere los postulados mínimos sobre los cuales se funda la convivencia social.
Creemos pues imprescindible la práctica del debate público sin cortapisas ni - más o menos veladas - imposiciones cuando sea necesario promover la deliberación democrática sobre asuntos que afectan, directa o indirectamente, a políticas públicas.
Lo más acertado y saludable para discernir la diferencia entre el negacionismo malintencionado y el legítimo disentimiento es permitir la libre circulación de las ideas y su confrontación pública, como recomienda John Stuart Mill, uno de los paladines de la libertad de expresión:
“Nunca podemos estar seguros de que la opinión que nos esforzamos por sofocar sea una opinión falsa; y si estuviéramos seguros, sofocarla sería también un mal”.
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