Susana Gisbert. /EPDA Yo no tengo pueblo. Siempre he tenido un no sé qué de envidia de mis amigas que en verano iban a pasar unos días al pueblo de sus padres, o de sus abuelos. Allí tenían pandilla, familia y unas fiestas patronales que siempre idealicé, probablemente porque nunca las tuve. Un trauma infantil como otro cualquiera.
Pero, con el tiempo, una se da cuenta de que no hace falta pertenecer a un pueblo para sentir nostalgia de los veranos de otra época. En mi caso, niña de ciudad hasta la médula, siempre pasaba las vacaciones -y las sigo pasando- en una playa cercana a la ciudad, aunque lo suficientemente alejada como para poder desconectar, sobre todo cuando los medios tecnológicos no lo hacían tan difícil.
Cuando era pequeña, mi familia, como tantas otras, se trasladaba al apartamento de la playa desde el mismo día en que el colegio cerraba sus puertas, a finales de junio. Entonces me parecía lo normal, aunque ahora soy consciente de que, por normal que fuera en mi entorno, era una privilegiada. No todo el mundo podía disfrutar de un verano de sol y playa.
El sol y la playa siguen en el mismo sitio, pero los recuerdos me llevan a cosas que han desparecido o han cambiado tanto que son irreconocibles. Mis veranos no tenían teléfono, y no solo porque no hubiera móviles ni nadie imaginara que un día llegarían, sino porque no teníamos teléfono fijo en las casas. Si había que llamar, se hacía cola en el bar o en la cabina telefónica, en el caso de que funcionara. El único contacto con mis amigas “del invierno” era por correo postal. Nos enviábamos cartas larguísimas y esperábamos la llegada de la respuesta como un acontecimiento.
Aunque tal vez lo que más recuerdo son los libros. Esos veranos largos y sin demasiadas cosas que hacer -no todos éramos como la pandilla de “Verano azul”- permitían dedicar muchas, muchas horas a leer. Creo que fue ahí donde empezó a germinar mi afición por la lectura, y también por la escritura, su compañera inseparable. Los libros de Los cinco, de Torres de Malory y de una colección que tenía versión en texto y cómic todavía están, desafiando el paso del tiempo, en el apartamento de mis padres, recordándome a la niña que fui y de la que aun conservo algunas cosas. Junto a ellos hay algunos peluches empeñados en desafiar el paso del tiempo.
No puedo evitar sonreír cada vez que vuelvo a ver a estos supervivientes. Ojalá mis hijas, el día de mañana, se sientan igual al ver los recuerdos de sus veranos.
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