Rafael Escrig.
Cuando los escritores insisten una
y otra vez en inventar nuevos mundos, no cabe duda de lo que ello
significa: este mundo hace ya mucho tiempo que se quedó pequeño.
Ya conocimos todos los
continentes, incluida la Antártida, el continente helado,
aunque menos que antes. Conocimos todos los lugares exóticos, islas
perdidas en mitad del océano, cumbres de ocho mil, ciudades míticas,
el fondo del océano y pudimos volar sobre las nubes. ¿Qué mundo
nos queda por descubrir? No se me olvida que fuimos a la Luna y que
mandamos sondas y satélites a otros planetas y que escrutamos
el fondo del universo para encontrar un mundo nuevo que añadir a
nuestra lista de mundos conocidos, puesto que aquí cerca ya estaban
todos vistos. Es lo mismo que hago yo cuando punteo con un rotulador
todos los países donde he estado o todas las ciudades que he
visitado.
Julio Verne tuvo un mérito y una
visión increíble cuando describió esos mundos que, hasta
entonces, sólo estaban en su imaginación y que después se
transformaron en realidades o, al menos, se parecieron tanto. Años
más tarde, Isaac Asimov hizo algo parecido: inventó nuevos mundos,
y está por ver si éstos devienen en realidad en un futuro que ya se
avista más cercano. ¿Pero qué llevó a Jonathan Swift, a Michel
Ende y a Lewis Carrol a crear esos mundos de utopía, que no
ciencia ficción? ¿Qué es lo que nos induce a crear esos mundos
repletos de una fantasía desbordante? Sólo cabe pensar que el mundo
real, ese mundo que todos conocemos, se ha quedado tan pequeño que
sus realidades ya no son suficientes para despertar nuestra
motivación y que siempre hemos necesitado crear nuevas realidades
desde la imaginación.
Se especula con que La Odisea es un
relato escrito sobre la realidad de un viaje que partió del
extremo oriental del Mar Mediterráneo hasta el Mar Báltico, en
busca del preciado ámbar, que sería el equivalente del
vellocino de oro. Me gusta creer en esta explicación del mito. Tiene
sentido ¿por qué no? En cualquier caso, Homero contó la historia
de un viaje hacia mundos desconocidos viajando con frágiles
embarcaciones enfrentadas a mil peligros desconocidos (como hizo
Colón), y aderezó la historia con el producto de su imaginación.
Al principio el peligro era real y la aventura imprevisible. Al
regreso, sólo tuvo que volver a añadir lo previamente imaginado,
pero con un final feliz y una moraleja, lo mismo que hicieron Swift,
Ende y Carrol en sus respectivas historias de ficción, para que no
se perdiera la ilusión en nuevos mundos.
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