Paula GarcíaEn estos días duros
de confinamiento obligatorio que exacerban al genio más templado muchas
personas empiezan a notar los efectos colaterales de dicho encierro preventivo.
Mal humor, ansiedad, ganas de ralentizar la ya poca actividad que muchos no
tienen. Incluso salir a la calle parece que ni siquiera apetezca.
Calles solitarias,
personas que protegen su boca y su nariz tras las correspondientes mascarillas
de las que pueden disponer algunos. El papel higiénico ya no es el bien más
preciado, sino una mascarilla y unos guantes para que la población civil pueda
prevenirse de esta pandemia que nos está atenazando. Para otras personas, ver
el sol desde las ventanas en estos días tristes de reclusión en los hogares es
mejor que una mascarilla y unos guantes.
Hay mucha personas
que padecen condiciones mentales que les permiten tener una vida funcional con
un debido y ajustado tratamiento farmacológico y psicológico. Otras no. Estos
días de parón repentino, de la noche a la mañana, muchos pacientes se han
quedado sin la posibilidad de acudir a su psiquiatra habitual, privado o público.
Las clínicas
privadas de psiquiatría han cerrado. Y muchas de estas personas necesitan un
seguimiento de su tratamiento, un control farmacológico y psicológico para
poder llevar una vida digna y normal. Los psiquiatras que conozco mantienen su
actividad vía plataformas online o las tradicionales llamadas telefónicas.
Estos día tan complejos, tan extraños que para la gran mayoría de la población
son más acusados en este tipo de pacientes
sobrellevan como pueden su patología. Que ya es bastante, muchas de las
veces.
Tengo una vecina,
cuyo nombre no voy a citar por razones obvias (y porque así lo ha requerido),
que padece una condición mental. En su caso, su estado de ánimo es voluble y
cambiante. Las fluctuaciones anímicas son habituales, pero con una pautada
medicación recetada por su psiquiatra y sus citas con un psicólogo mi vecina
puede llevar una vida completamente normal, asumiendo que lo que padece es una
enfermedad crónica que le acompañará siempre.
Hace tres semanas
que no se encontraba bien. Su psiquiatra habitual no le pudo atender dadas las
altas horas de la noche que eran, pero telefónicamente le recomendó que
acudiera al hospital que le correspondiese. En este caso, el Hospital Doctor
Peset de Valencia.
Estaba tan abatida,
rota y sin apenas fuerzas que cogió un taxi siguiendo las instrucciones de su
psiquiatra. Ella está tomando de forma regular y pautada la medicación
prescrita por su médico pero, una vez más, su condición le estaba jugando una
mala pasada: empezaba a tener pensamientos “oscuros” -como los describe ella-.
Para ella, esas sensaciones y pensamientos son la señal de alarma de que algo
no va bien y tiene que pedir ayuda.
En Urgencias de
dicho Hospital valenciano enseñó su tarjeta sanitaria explicando, brevemente y
como pudo, lo que le estaba ocurriendo. Le dieron un número de espera en
Urgencias hasta que la llamaron para tomarle la tensión y, posteriormente, hablar con el médico de Urgencias. Hecha un ovillo psicológico, temblando de
ansiedad, llorando sin consuelo, buscaba ayuda.
Le explicó a la
residente que le atendió, A.V., a cargo de la adjunta D.C., lo mal que se
encontraba; que tenía pensamientos “muy desagradables, angustiosos y que el
mundo se le caía encima” -según indicó la paciente- y que no sabía a quién
acudir a esas horas. Era casi media noche.
La residente vio
que era una paciente crónica, que padecía un determinado trastorno, ya que la
tarjeta SIP contiene toda información sanitaria de los pacientes. La residente
le hizo unas breves preguntas que ella contestó lo mejor que su angustia se lo
permitió. La residente consideró que, pese a estado emocional en ruinas de esta
mujer que había acudido a Urgencias, no debía valorarla un psiquiatra de
Urgencias, así que le dijo que se fuera a casa. Y así fue.
Y el informe dice
así. “Tras descartar patología urgente en el momento actual, se decide el
alta hospitalaria con seguimiento de su psiquiatra privado”. Tema zanjado.
Mi vecina, completamente deprimida, asustada y desolada, regresó a casa. Tanto la
residente como la adjunta no valoraron en hecho de que esta paciente
psiquiátrica estaba muy delicada y, como abiertamente dijo, tenía “pensamientos
oscuros”. Que cada cual haga su interpretación de lo que esto significa.
¿No valoraron, tal
vez, que esta paciente quería suicidarse y lo que pedía era ayuda para
evitarlo? Grave negligencia médica por parte de estas dos facultativas. Mi
vecina me reveló que sí quiso suicidarse. Por eso acudió a urgencias. Para
evitarlo. Para que la frenaran. Para que la atendieran. Para que alguien
experto le ayudara. Pero no fue así. Lamentablemente.
Esa noche mi vecina
se tomo una dosis de ansiolíticos en mayor cantidad de lo habitual para poder
dormir, me dijo. Me pregunto si en lugar de tratar de conseguir controlarse y
tratar de dormir se hubiera suicidado. ¿Quién o quiénes habrían sido los
responsables de esa muerte predecible y evitable?, ¿la residente y la adjunta
que la atendieron y enviaron a mi vecina a casa?
Hubiera sido una
muerte más. De esas que no salen en los periódicos porque es un suicidio y de
eso no suele hablarse en los medios de comunicación si eres una persona
mundana, como usted y como yo.
Dedico este relato
basado en hechos verídicos a todos aquellos pacientes psiquiátricos que han
pensado quitarse la vida y, finalmente, han podido superar ese momento de
angustia mortal.
Desde esta tribuna
de libre opinión hago un llamamiento a los facultativos de la Sanidad Pública:
Cuando les llegue un paciente psiquiátrico en condiciones deplorables, no le
envíen a casa. Puede que sus familiares tengan que acudir a su entierro.
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