La fiscal valenciana contra los delitos de Odio, Susana Gisbert. EFECuando
era pequeña un título de película me impresionó. Mamá cumple 100
años, de Saura. No me importaba la película, pero el hecho de que
alguien pudiera cumplir cien años me resultaba increíble, más aún
cuando yo no tenía abuelos que me sirvieran de referente.
Hoy,
pasado mucho tiempo, mi madre está cerca de ser centenaria, y me
parece tan normal. Estoy segura de que él, allá donde esté, se
encarga de que esté bien. Hoy no pensaba hablar de ella, por una vez
y sin que sirva de precedente. Hoy pensaba hablar de mi padre, ya que
tenemos próximo el día del padre, festividad que en Valencia
eclipsa un fallero San José al que la pandemia le secuestró sus
fiestas.
Mi
padre, si viviera, tendría 100 años. Ahí es nada. Cuando se marchó
un día de la Virgen de agosto hace más de treinta años, no podía
imaginarse lo que cambiaría el mundo que él conoció. No creería
que ya nadie busca jurisprudencia en aquellos tomos de papel de
biblia y encuadernación de piel que todavía conservo. Tampoco daría
crédito a cómo son ahora las sentencias, mucho mayores en volumen y
mucho menores en imaginación. Alucinaría con el destierro de su
querida Olivetti, junto al papel cebolla y al papel carbón que todo
lo manchaba y que solía quitarle para mis dibujos.
Estoy
segura de que le costaría asumir cuántas cosas que tenemos a
nuestra disposición a un solo clic, algo que le hubiera facilitado
mucho la vida cuando el destino le hizo la faena de privarle de la
vista. Si viviera, ya no necesitaría que mi madre le buscara con
paciencia infinita la documentación para su trabajo de abogado, y
que su hija pequeña, con una paciencia no tan infinita, le leyera
las novelas que tanto le gustaban. Aunque estoy segura de que
respondería que ninguna máquina podría reemplazarnos. Tampoco yo
cambiaría por nada ese pasado de lecturas compartidas que nos unió
y que me descubrió mundos a los que jamás me habría asomado.
Si
volviera, quizás lo más difícil sería explicarle que, pese a
tanto adelanto tecnológico, nos ha asolado una pandemia y hemos
tenido que hacer exactamente lo que se hacía hace siglos:
confinarnos. Y nunca podría explicarle la fiebre de la levadura y el
papel higiénico.
Pero,
por encima de todo, mi padre me preguntaría, tocándome las orejas
para comprobar qué pendientes llevaba en ese gesto tan suyo, cómo
quienes tienen que llevar los designios de un país, siguen con sus
batallas campales con la que está cayendo.
Y
la verdad, no sabría qué contestarle.
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