Javier Mateo Hidalgo. /EPDADesde su infancia, el individuo juega a ser adulto, adopta las
costumbres y normas de quienes les preceden en edad. Así, juegan a
ser padres y madres, a comprar y a cocinar, a construir casas y a
perseguir y ser perseguidos. Sin duda, la infancia no conoce todavía
la parte oscura de esa sociedad adulta, pero ésta ya se encargará
de enseñarle con el paso de los años a olvidar su ingenuidad y
bonhomía. Quien alcance una edad considerable sin haber perdido
parte de ese espíritu original, podrá decirse que habrá
contribuido como ciudadano o ciudadana a mantener un pequeño grado
de pureza en la sociedad.
Esto
no quiere decir que algunos niños y niñas carezcan de maldad en sus
intenciones, pues es sabido que ello puede suceder y se produce con
cada vez más preocupante frecuencia y a edades más tempranas. Ello
parece formar parte de la naturaleza humana, que además se crece
cuando se mueve en grupo. De esta forma pueden incluso adoptar
posturas que de forma independiente no habrían pensado en tomar. En
parte por no ser excluidos del grupo y, en parte, por sentirse otras
personas, camufladas bajo la máscara de la masa. Para Ortega esa
“masa” podía ser temible, pero también es cierto que sus
apreciaciones formaban parte de una postura más conservadora o
elitista. Como decía, esos juegos crueles se han venido
desarrollando en los últimos tiempos de forma alarmante, pues la
violencia que se puede ejercer amparada en la impunidad de grupo, sin
importar la edad ni el número es capaz de romper los esquemas
preestablecidos en nuestra mentalidad moral o ética. Se han dado
casos de ataques de menores bajo actitudes o roles de adultos que
incluyen incluso el componente sexual y discriminatorio.
Tradicionalmente,
determinadas celebraciones sociales eran miradas con desconfianza por
parte de las autoridades por ese componente descontrolado que podían
provocar en la masa, como el carnaval. En esta celebración ancestral
se daban casos incluso de ajustes de cuentas aprovechando la
ocultación que ofrecía el disfraz. Se sabe también que el famoso
“Halloween” americano tuvo que ser controlado en América durante
la década de los años treinta del pasado siglo, por cuanto producía
numerosos desórdenes perpetrados por grupos de jóvenes. Jugar a ser
otra persona es algo que comienza en la infancia y continúa después,
pues forma parte de nuestro deseo de evadirnos de esa realidad que
“representamos”; ésta, en ocasiones puede volverse incómoda,
monótona o difícil de soportar.
Los
juegos infantiles también se encargan de imitar la acción de la
justicia, como en el conocido “role playing” de “policías y
ladrones”. Se persigue al malhechor y se le aplica la ley con todas
sus consecuencias, apresándole (es decir, privándole de su bien más
preciado, la libertad). Convendría tal vez explicar en las aulas,
desde edad bien temprana, el sentido original de estos términos,
para enseñar al alumnado a conocer la historia y evolución de estos
roles, ayudándoles a ejercer su capacidad crítica para discernir
correctamente entre ellos y no llevarles a la confusión moral o
ética de dichos conceptos. Pues muchas veces, en la propia realidad,
las funciones de estos oficios se confunden de forma intencionada, y
quien se encarga de detener o de ordenar una detención puede
encontrarse en realidad al otro lado, auspiciado por el poder que
detenta y le protege.
La
palabra “policía” procede etimológicamente del término en
latín pŏlītīa, y éste tiene su origen en el griego
πολι_τ-εία. Su significado primero difería
diametralmente del que se le da actualmente, describiendo
originalmente el “derecho de ciudadanía” o la “relación de
los ciudadanos con el estado”. Desde el presente, la “policía”
se entiende como un cuerpo civil encargado de velar por el
funcionamiento del orden público. La policía en el sentido actual
ha cortado las vías de comunicación con la ciudadanía para
obedecer las órdenes dadas desde el ámbito político. En la
antigüedad, la palabra “política” procedía paradójicamente de
la expresión “el arte propio de los ciudadanos”, “arte social”
o “arte de vivir en sociedad”. Este arte se ha venido
cuestionando constantemente desde la noche de los tiempos, pues esa
idea idílica de “democracia” ha demostrado su talón de aquiles
en las distintas civilizaciones que se han venido sucediendo desde su
concepción en la Antigua Grecia. La palabra “política” estaba
íntimamente ligada a la idea de educación, de ahí su relación con
el término “pedagogía” (“conducir al niño por el camino de
la vida”). ¿Qué sucede cuando, como en la actualidad, la política
entra en crisis y está constantemente cuestionada por la ciudadanía?
¿Qué ejemplo puede darse a las nuevas generaciones que vendrán a
construir ese progreso? Si la propia autoridad se pone en tela de
juicio ante su debilidad, la ciudadanía quedará huérfana de
tutela. Como el propio Erich Fromm afirmaba, la sociedad moderna
parece tener miedo a su propia libertad, prefiriendo sacrificarla o
entregarla a otras personas erigidas como sus representantes. Un
fenómeno estudiado desde una perspectiva freudiana, tratando de
explicar cómo determinados políticos han llegado a ser elegidos
para detentar el poder convirtiéndose en dictadores gracias al apoyo
del “pueblo”. El discurso, en este sentido, es el arma más
poderosa para convencer a las masas. A través de la oratoria pueden
manipularse las ideas y los sentimientos, convencer y confundir,
informar a través de la mentira. Es algo que estamos acostumbrados a
ver diariamente, a través de los mítines de estos “tuteladores”,
quienes parecen encarnar un rol actoral o performático en cada una
de sus apariciones, siempre secundadas por esa masa abstracta que
ovaciona y aplaude bajo distintos slogans, lemas y banderas. Una
sociedad del espectáculo y del simulacro, donde nada es lo que
parece y todo parece conducir a la nada, al vacío de contenido o
sentido.
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