A veces, el corazón de un misterio late bajo tierra durante
décadas. En 1983, el municipio valenciano de Puçol se convirtió en escenario de
uno de los episodios más insólitos de la historia religiosa reciente: la
aparición de unos restos humanos que, tras años de incógnitas, fueron
atribuidos a la venerada Madre Petra de San José, fundadora de la Congregación
de Madres de Desamparados. La religiosa, fallecida en Barcelona en 1906, fue
enterrada con devoción. Pero durante la Guerra Civil su tumba fue profanada y
los restos desaparecieron sin dejar rastro. Casi medio siglo después, un vecino
de Puçol, ya en su lecho de muerte, confesó haber participado en el traslado y
ocultación del cadáver. Según su testimonio, miembros de una logia masónica lo
habían incinerado parcialmente y enterrado en una finca agrícola del término
municipal, bajo una losa metálica.
El relato, en apariencia fantástico, fue tomado en serio por
las autoridades eclesiásticas, que organizaron una excavación discreta con
presencia de forenses, un notario y el entonces arzobispo de Valencia. Lo que
hallaron bajo los naranjos coincidía con la descripción: huesos humanos, restos
de vestiduras religiosas y cenizas. Aquel campo, hasta entonces anónimo, se
convirtió en el epicentro de una historia que mezclaba fe, conflicto ideológico
y redención póstuma. Aunque los restos fueron posteriormente trasladados a
Barcelona, donde hoy se veneran como reliquia en el santuario de San José de la
Montaña, fue Puçol quien guardó el secreto, quien albergó durante décadas lo
que muchos consideraron perdido para siempre.
Lo extraordinario no fue solo el hallazgo, sino la paradoja:
que los enemigos ideológicos de la Iglesia acabaran, de algún modo, preservando
lo que pretendían destruir. En esa tensión entre destrucción y conservación,
entre odio y un respeto inconsciente, reside el verdadero misterio. Porque las
reliquias no solo son huesos: son las preguntas que no se formulan, las
verdades a medias, los silencios que perduran. Bajo la tierra de Puçol no solo
se ocultó un cuerpo: se enterró una historia. Y quizás, sin saberlo, también se
protegió. Hoy, entre naranjos y memoria, aquella finca sigue siendo parte de un
relicario invisible, donde lo sagrado y lo secreto se rozaron por única vez,
sin testigos, salvo el tiempo.
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