Susana Gisbert, fiscal y escritora. /EPDA El otro día, en redes sociales, una buena amiga y compañera comentaba con pena sobre la pérdida de buenas costumbres como saludar, decir adiós, o dar las gracias. Y, sin duda alguna, le doy la razón, aunque pueda sonar propio de “abuela cebolleta” porque la educación y la cortesía no están reñidas con la modernidad. Es más, esas cosas que tendrían que preservarse a toda costa.
Justo ese día yo misma había experimentado los beneficios de tan sana barata y recomendable costumbre. Esa misma mañana cuando, tras engullir el desayuno de mala manera y salir pitando con el coche hacia la gasolinera -el vehículo también tiene que comer- la empleada del establecimiento, surtidor en mano, me brindaba la mejor de sus sonrisas y me deseaba que tuviera un gran día. Y yo, casi sin darme cuenta, desfruncí el ceño que llevaba de serie desde que me había levantado de la cama, y traté de obsequiarle con otra sonrisa que fuera, al menos, tan amplia como la suya. Al fin y al cabo, ella iba a pasarse la mañana de pie al sol, en la enésima ola de calor que nos azota, mientras que yo iba a estar sentadita en mi despacho, con su aire acondicionado y todo.
He de decir que la frase de esa mujer exorcizó mis demonios y consiguió que, efectivamente, mi día fuera mucho mejor de lo que en principio había previsto. Mejor de lo que había sido el anterior, y el anterior, por más que mi trabajo sea el mismo. La diferencia es que me había obligado a mirarlo de otra manera.
No obstante, cuando mi amiga hizo en comentario en redes y yo le respondí contando lo que estoy contando ahora, hubo quine respondió que aquello no tenía mérito, que era su obligación. Vamos, poco menos que lo llevaba en el sueldo.
Pero no estoy de acuerdo. Es cierto que ella, como cualquier persona que atiende al público, debe hacerlo con corrección. Pero ese plus que fue desearme un buen día es mérito suyo y solo suyo. Y a mí me ayudó a sobrellevar el día y a ver las cosas de otra manera.
Por eso, desde aquí, voy a darle las gracias, aunque no sé si llegara a leerme o a identificarse en la anécdota. Y, de paso, voy a reivindicar cosas como esa, que forman parte de la buena educación, pero son mucho más que mero formalismo. Ojalá cundiera el ejemplo
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