Susana Gisbert.
Ya estamos en enero. Hemos
sobrevivido a las navidades y hemos estrenado un nuevo año con la esperanza de
que nos salga un poco mejor que el anterior, que no es difícil, con el listón
tan bajo que le puso el anterior.
Y, como todos los meses de
enero, llegan dos clásicos que nunca pueden faltar: la famosa cuesta y, cómo
no, las no menos famosas rebajas.
En cuanto a la primera, lo
bien cierto es que apenas se nota, ya que amablemente nos han hecho ensayar a
lo largo del año, subiéndonos los precios y bajándonos los ingresos, seguro
que con el loable propósito de que estuviéramos acostumbrados a sufrir. Y poco
nos podemos apretar un cinturón al que ya no le quedan más agujeros.
Pero en cuanto a lo
segundo, sea cual sea la situación, es imposible resistirse. Es arrancar el mes
y llenarse los escaparates de hipnotizantes carteles que nos abocan,
indefectiblemente, al consumo. Llámense descuentos, rebajas, saldos,
oportunidades, ofertas o liquidaciones, nos sentimos como Mowgly ante la serpiente
cascabel y nos dejamos seducir.
Así que, como efectivo
queda bien poquito, nos armamos y pertrechamos de esos rectángulos de plástico
brillante, y caemos gustosos en la trampa. Como si se acabara el mundo, allá
vamos, dispuestos a pelearnos con cualquiera por un jersey, una bufanda o unos
zapatos con tal de que nos digan que está a mitad de precio, aunque en el
fondo no sepamos cuál era el precio al que le han descontado la mitad.
Y de pronto, la ciudad se
llena de un olorcillo a plástico quemado como si hubiera ardido en llamas una
fábrica entera. Y nos comportamos, además, como si semejante cosa hubiera
ocurrido, a la vista de las colas, empujones y hasta peleas con tal de
conseguir la ansiada prenda. Y una vez obtenida, la enarbolamos con la enorme
cara de satisfacción del que ha sobrevivido victorioso a una catástrofe
mundial.
Pero luego llega el momento
del bajón. Ese momento en que, exhaustos, llegamos a casa y comprobamos el chollo
que hemos adquirido. Y, de pronto, los zapatos son un número menos y nos
aprietan el juanete, el jersey nos hace unos michelines imposibles y a la chaqueta
le faltan tres botones. Y muchas de esas prendas se quedan arrinconadas en el
armario esperando esa oportunidad de ser lucidas que quizás nunca llegue.
Porque el fondo de armario no es otra cosa que eso, aunque algún glamuroso
estilista nos pretenda convencer de lo contrario.
Pero es así, y la cosa no
tiene remedio. Porque, realmente, pocas cosas hay tan satisfactorias como una
buena compra en el momento justo. Luego, nuestra flamante adquisición será
inútil, será un despilfarro, un trasto o no servirá para nada, pero nadie nos
quita ese momento en que, con el trofeo en ristre, tecleamos los números
mágicos en el datáfono.
Así que no pierdo más
tiempo. Mi tarjeta de crédito me llama. Y no seré yo quien la defraude, no vaya
a ser que se enfade conmigo y se niegue a funcionar.
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