Laurence Lemoine
Laurence Lemoine Os iba a hablar de
un tema simpático y ligero para empezar esta nueva temporada. Luego me pasó
algo extraño y dudaba entre los dos temas: tratar el que ya había empezado y
que teníamos pendiente porque os lo he prometido, o el otro, menos alegre, pero
también interesante creo yo.
De hecho, ya había
empezado a redactar ese artículo que os prometí, (es sobre lo que opinan los valencianos
de los extranjeros) pero no sé cómo y por qué, lo perdí en mi ordenador ¡Y eso
que en casa me llaman Bill Gates porque “en teoría” se me da bien la
tecnología!
Total, que pensé
que era una señal de “los dioses del periodismo” para incitarme a elegir el
otro tema, aunque os lo advierto ya, ese es un poco triste. A lo mejor, nos
sirve para reflexionar de verdad y para cambiar nuestra mirada sobre los
sintecho que viven en nuestros barrios.
Resulta que nada
más volver a Valencia (después de unas buenas y alegres vacaciones ¡Eso si!)
veo una ambulancia en Marqués del Turia llevándose un cuerpo que me imagino sin
vida al entrever que estaba “empaquetado” en ese papel de aluminio tan
especial. Lo veo así, de paso, sin pensar mucho más y voy a mi cita.
Al día, siguiente,
mi portero (un señor genial, la verdad. Lo escribo porque sé que lee mis
artículos, pero, sobre todo, porque es cierto), Alberto, me pregunta si conocía
aquel argelino, mendigo que vivía (malvivía) en nuestras calles. ¡Y vaya si lo
conocía! Es más, lo llamaba mi amigo “homeless”. Le daba comida, agua, dinero e
incluso conversación, ya que hablaba francés también. A parte, era una persona
educada, con sentido del humor, que no pedía realmente nada y que nunca estaba
borracho. Le presentaba a mis hijos y amigos cuando lo veíamos por la calle, y
era una persona más en el paisaje de mi vida cotidiana.
Parece estúpido,
pero me emocioné cuando comprendí que aquel cuerpo que se llevaba la ambulancia
era el suyo. Me entristeció mucho. Casi empecé a echarle de menos. Y pensé que
tenía que haberle ayudado más, que aquella vez que no me quedé a hablar por
falta de tiempo debía de haber hecho un esfuerzo.
Por otro lado,
para aliviar mi tristeza pensé que él estaría ahora mejor allí arriba (aunque
todavía no tenga ninguna certeza total al respecto) Dos días después,
conversando con mi hijo, le volvía a decir que “siempre que uno puede hacer una
buena acción para alguien, la tiene que hacer”. Me contestó: “pues, si mamá,
cuando puedo lo hago. Justo anteayer, le compré agua y Fanta a tu amigo el
vagabundo. Lo vi con sangre en la boca, le pregunté si quería que llamara a una
ambulancia, pero dijo que no y le compré las bebidas”.
Me emocioné al contarle que unas horas
después, ese hombre murió y me hizo ilusión comprobar que mi hijo (16 años)
podía gastar de su dinero de bolsillo para ayudar a alguien. Los dos con lágrimas,
recordando a aquel señor ¡Ni sabíamos su nombre!
Ahora sé que se
llamaba Rachid porque resulta que varias personas del barrio le ayudaban. Y
cuando ayer hablé de este tema con mi hija, lo mismo: lágrimas y tristeza pensando
que, al menos, habíamos podido hacerle un pelín menos dura la vida a ese señor ¿La
moraleja? que no debemos escatimar esfuerzos a la hora de dar tiempo, dinero,
comida, o sonrisas. Que está al alcance de todos el alegrar la vida a los
demás. Da más sentido a la nuestra y, en el fondo, nos hace más felices. Que
nos permite relativizar los pequeños problemas que nos abruman y saborear la
suerte que tenemos por tener un techo y algo de comida.
También, que es
muy bonito dar dinero a las ONGs que luchan contra la pobreza en África o en
Asia, pero que abajo mismo de nuestra casa hay gente que necesita nuestro
apoyo.
*Directora de www-valencia-expat-services.com
Comparte la noticia
Categorías de la noticia