Rafael Escrig.
Estoy
acostado del lado derecho mirando el dibujo de la cortina, un dibujo
que siempre me llamó la atención. Intento descifrarlo: son unas
manchas oscuras sobre fondo gris. Las manchas se repiten, se
intercalan, se cruzan, y los pliegues de la tela lo hacen aún más
indescifrable. A veces me recuerdan una sucesión de máscaras
tribales. Veo unos ojos llenos de furia, la boca contrahecha, un
penacho de plumas, otras veces, simplemente, veo unas formas
repetidas sin sentido ninguno. Creo que tuve fiebre y permanecí
mucho tiempo del lado derecho, tapado hasta el cuello y hechizado por
aquellos dibujos que se repetían hasta el infinito. Desde la calle
me llegaron las notas de una música; nunca la había oído antes.
Después supe que era Laura Pausini.
Fue
una tarde de otoño, una de esas tardes en que la luz se difumina tan
pronto y nos envuelve en un ambiente melancólico de tonos grises,
malvas y sonrosados. Aquella música llegaba desde la calle para
confortarme, para darme un respiro en medio de la fiebre y del
laberinto de la tela estampada que tenía delante. Desde entonces han
pasado muchos años, muchas tardes de otoño, muchas otras canciones,
pero siempre recordaré aquella tarde cuando la oí por vez primera.
Como un adolescente, canté aquellas sencillas canciones a voz en
grito con mi hija y siempre que las escucho de nuevo me trasladan a
aquellos momentos. También me resulta inevitable recordar con
inquietud el estampado de la cortina, aquel dibujo extraño que tenía
el poder de atraparme entre sus formas de significado inescrutable,
misterioso, hasta que la calle iba perdiendo su luz y la noche
penetraba en la habitación poco a poco, hundiéndome en el letargo.
Recuerdo aquella voz tan clara y tan potente, aquellas historias de
amor juvenil, de desengaños, de rebeldía y de esperanza. Y pienso
ahora: ¿Qué hay más puro que un amor de juventud? ¿Qué hay más
hermoso y más limpio que un amor sentido con toda la ilusión de los
quince años?
La
cortina de dibujos extraños ya no existe. Ya no duermo en la misma
habitación, ni siquiera en la misma casa. Puede que ya no vuelva a
cantar con mi hija como entonces. Lo único que me ha quedado es el
recuerdo, un recuerdo inmarcesible que rememoro ahora, sentado en
este café y escuchando de lejos, una de aquellas canciones de Laura
Pausini, tan romántica, tan sencilla, tan limpia y deliciosa como el
ardiente sentimiento de un amor de juventud.
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