Susana Gisbert. EPDAYa hace días que me repiquetea en la cabeza una palabra. Regodeo. Algo que significa, según la RAE, “sentimiento de complacencia ante un percance o desgracia sufrido por alguien” y que viene que ni pintado para describir algunas actitudes.
Confieso que ese término siempre me recuerda aquella frase que repetía Agustín González en su papel de cura censor en “La corte del Faraón”: “es un contumaz regodeo de la concupiscencia”. Aunque ahora no se trata de la concupiscencia, por desgracia. Y tampoco está Agustín González para ponerle humor.
Hay personas que parecen tener especial querencia no solo a verlo todo negro, sino a compartirlo hasta conseguir contagiar su angustia. Lo que llamábamos “cenizos” de toda la vida, aunque ahora se revistan con una pátina de objetividad. Y no sé si eso nos hace algún bien, tal como estamos.
Sin duda, la situación se lo facilita bastante. Si el regodeo consiste en la complacencia ante una desgracia, la actualidad no se lo podía poner mejor. Pandemia, contagios, temporal y convulsiones políticas varias allende nuestras fronteras son base suficiente para regodearse y no parar.
Por supuesto, cada cual puede opinar lo que quiera, y contarlo cuando guste. Pero quizás habría que pensar que ya tenemos bastante con lo que hay, y tampoco necesitamos dosis extras de angustia.
Los datos son los datos, eso es incontestable. Pero, de un tiempo a esta parte, detecto en cualquier tertulia, televisiva o casera, una especie de competición sobre quién cuenta la peor desgracia, quién conoce a quien peor lo está pasando, o quién aporta la noticia más escalofriante. Y algunas de ellas sin confirmación alguna, del tipo “me ha contado la prima de la amiga de mi hija, que trabaja en un hospital, que…”,
Si añadimos mensajes que circulan por tierra, mar y aire, muchos de los cuales acaban desmentidos, tendremos la tormenta perfecta para que las consultas de psiquiatría se colapsen.
No se trata de dulcificar las cosas, desde luego, ni de tratarnos como menores de edad. Pero en el término medio está la virtud. Y ponerlo todo negro se aleja de ese punto intermedio en dirección al abismo de la desesperación.
Hay quien dirá que necesitamos saber lo mal que está todo para ser responsables. Y tal vez tengan parte de razón. Pero habría que plantearse que refocilarse en tanta negritud puede provocar el efecto contrario, esto es, darlo todo por perdido y lanzarse al “carpe diem” como si no hubiera un mañana. Que es, precisamente, lo que debemos evitar a toda costa.
Así que, desde aquí, ánimo. Ya queda menos
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