Juan Vicente PérezNos encontramos en un tempo político apasionante. Con el suelo patrio convulsionado por la izquierda ante la efervescente aparición de Podemos, rompiendo el status quo establecido desde la Transición, la radicalización del espectro ideológico hacia posiciones extremas de la escala apuntan un escenario, a priori, más cercano a los populismos del otro lado del Atlántico que a una Democracia asentada en la nación más antigua de Europa.
Seguimos sumidos en nuestras propias contradicciones, una de ellas, quizás la más recurrente, es la que hace referencia al concepto republicano. Asumido como propio por la izquierda, esa tradición republicana choca de frente con la propia historia que ha demostrado una y otra vez que la República siempre ha sido un valor instrumental sujeto a los propios intereses que el momento histórico demandaba.
La apropiación del concepto por la izquierda es fruto de ese rol ideológico que tan bien establecen los laboratorios sociales generando una determinada confusión, ya que más que realzar los propios valores inherentes al concepto, se utiliza éste para identificarlo con un momento histórico marcado a sangre y fuego en nuestra historia.
Hoy, cuando se habla de República, estamos aplicando el concepto a la legitimidad que tiene el Jefe del Estado en un determinado régimen político. Por eso no es de extrañar que un Rey ponga en valor los valores republicanos que deben regir toda sociedad cosmopolita, sin caer en ninguna contradicción. El Estado de Derecho y la República tienen como fundamento moral el respeto del individuo, ya que el autoritarismo es inmoral y se sustenta en la acción colectivista, comunitaria, ya que bajo el pretexto del interés de la mayoría se comete una seria de arbitrariedades en contra del individuo, lo que constituye una violación a los fundamentos del Derecho mismo, cuya unidad más básica es el propio individuo. El respeto del individuo es el Derecho. El individuo no es un medio para la comunidad, ni para el Estado, es un fin en sí mismo, tal cual nos refería el mismo Kant, “obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como de cualquier otro, siempre como un fin, nunca como un medio”.
Por eso hasta el CIS da cuenta del sentimiento subyacente en la ciudadanía ante esa trilogía infundada de República-Democracia-Monarquía que han intentado esgrimir con lúgubres argumentos por la izquierda. El ranking mundial del Índice de Democracia, elaborado por The Economist, clarifica bastante esa falacia intelectual ya que entre los 20 primeros puestos de calidad democrática aparecen países como Noruega, Suecia, Dinamarca, Países Bajos, Luxemburgo, Reino Unido, Japón, Bélgica ( España está en el puesto 25, por delante de Francia que ocupa el 28).
Otro claro indicador, el IDH de Naciones Unidas vemos que vuelven a repetir entre los 20 primeros puestos Noruega, Países Bajos, Suecia, Japón, Dinamarca y Bélgica (España está en el 23 por delante de Reino Unido). En el Índice de Percepción de la Corrupción vemos que vuelven a aparecer en los primeros lugares la mayoría de los países citados. ¿Y que tienen en común todos esos países ?. Pues que todos son Monarquías. Monarquías Parlamentarias y por ende Democracias, pero Monarquías. Lo cual no les impide disponer de los mejores sistemas políticos con la mayor legitimidad, las economías más eficientes y las sociedades más cosmopolitas. No es un debate nuevo, pero tampoco debemos dejarnos llevar por sentimentalismos estériles. Asumir como propios esos valores republicanos es el verdadero reto de una sociedad, no contribuir a la ceremonia de la confusión.
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