Javier Mateo Hidalgo. EPDA A poco que uno se ponga a pensar, resulta inevitable encontrar contradictorio que un movimiento pictórico del siglo XVII como el “tenebrismo” surgiera en tierras tan luminosas como las italianas. Tal vez sea porque esa atmósfera teatral presente en sus imágenes sólo podía nacer en un país así de escenográfico; en cualquier caso, el barroco, a pesar de sus sombras, siempre deslumbrará por sus impactantes visiones llenas de realismo dramático (dos términos que podrían contradecirse). El término “barroco” nace curiosamente con afán peyorativo. Si bien es cierto que el nombre con el que conocemos otras tendencias artísticas tuvo también idéntico orígen negativo (los “cubistas” pintaban con “cubos” y los fauvistas eran unas “fieras” para el responsable de estas denominaciones, Louis Vauxcelles), debe reconocerse que toda novedad siempre ha sido recibida con temor por parte de la sociedad, que tiende a ser “conservadora” en el sentido de defender lo que posee para no perder sus certidumbres. En el caso del “barroco” existen dos posibles orígenes: por un lado, la derivación portuguesa de “perla irregular” y, por otro, el silogismo aristotélico, del que se decía que “terminaba siempre en un absurdo”. El barroco fue analizado por los estudiosos posteriores como una degeneración de las formas clásicas y ordenadas del Renacimiento, donde se consideraba que se había tocado techo en equilibrio y perfección artística. El desorden comienza a adueñarse de las composiciones, cuyas formas dejan de tener un aspecto calmado y comienzan a revolucionarse; no obstante, ese desorden será absolutamente premeditado, buscando sorprender, impactar y conseguir la piedad del espectador. Sólo mediante la dramatización podrá lograrse el interés del fiel, hacerle recogerse en el respeto a la religión católica y sus historias ejemplarizantes.
Curiosamente, uno de sus máximos representantes será Caravaggio, cuya biografía le describe como un auténtico pendenciero. Su vida se truncaría precisamente por esa vida tan digna de un cuadro barroco, siempre en fuga, acusado por delitos que en algunos casos serían magnificados por las autoridades. Así nos lo describe Andrea Camilleri en su magnífica novela El color del sol. Recuerdo cómo uno de los profesores que conocí durante la carrera, afirmaba no comprender esa obsesión de la sociedad por querer limpiar la imagen de Caravaggio: “Era un extraordinario pintor, pero además nos empeñamos en que fuese buena persona”. Incluso Alonso Cano, uno de los nombres clave de la pintura barroca española, famoso por la beatitud de sus vírgenes, acabaría degollando a su mujer (y Velázquez intercediendo por él, suplicando que en su castigo no se le retorciese mucho la mano con la que pintaba). Las imágenes de Caravaggio serán realistas en el sentido más estricto del término, pues sus modelos eran personas humildes. Igual que Buñuel utilizó mendigos reales en Viridiana, Caravaggio llegó a emplear una prostituta para recrear el rostro de la virgen. Pero no todo en el barroco es Caravaggio; resulta necesario aproximarse a la obra de Artemisia Gentileschi, pintora que afortunadamente está situándose a la altura de Caravaggio por su calidad pictórica. Su obra y también impactante biografía estuvo condicionada por la violación sufrida a los 18 años a manos de Agostino Tassi, pintor y amigo del padre, que le eligió como profesor de la joven. El “empoderamiento” que desprenden las protagonistas de sus cuadros (como la Judith que decapita al Holofernes, en un acto mucho más descarnado que el representado por Caravaggio) son ejemplo de ello.
Analizar las imágenes del barroco en su simbología implica poseer ciertos conocimientos previos en materia de cultura religiosa e, incluso, mitológica. Fernando Castro Flórez no comprendía que buena parte de la sociedad considerase complejo el arte contemporáneo, cuando al enfrentarse al arte tradicional había que encontrarse armado de una información también necesaria, sin la cual resulta imposible entender lo que tenemos delante. Y es que, cuando vemos un cuadro de Tiziano con una mujer subida a un toro blanco, hay que conocer el relato de “el rapto de Europa”. Del mismo modo, Velázquez poseía una extensa biblioteca (cuando por entonces toda la cultura podía reunirse en una estantería), siendo las Metamorfosis de Ovidio su libro de cabecera. Sólo así puede intuirse que los hombres que aparecen en La fragua de Vulcano estén representados de perfil, como los cíclopes de los que parte la narración original.
Si hemos de encontrar a un creador similar a Caravaggio en tierras españolas, ese será el valenciano José de Ribera. Tanto es así que, tras venir al mundo en otras tierras mediterráneas también luminosas (no olvidemos a Sorolla), aprendió el oficio en Italia y allí desarrolló su carrera como pintor, muriendo en Nápoles. Ribera no sólo toma del caravaggismo esa estética teatral donde una luz parece guiar en la penumbra al espectador, mostrando la escena principal o al protagonista de la acción; Ribera es además un gran defensor de la representación realista, buscando acercarse a la cotidianidad del espectador, haciéndole sentir identificado con sus personajes. Ya que las narraciones pueden resultar distantes por su carácter sagrado, al menos su materialización puede tener lugar en cualquier lugar o rincón de la ciudad (como en la taberna donde se representa La vocación de San Mateo de Caravaggio).
Recuerdo que la primera vez que disfruté una visita al Museo del Prado con formación crítica, el cuadro que más me llamó la atención fue el San Andrés de Ribera. Mi memoria visual lo asoció a otra imágen icónica, la del viejo pintado por Fortuny. Allí estaba aquel anciano de barba blanca y torso desnudo, mostrando unos pliegues en su piel avejentada que casi podían tocarse en su aparente fisicidad. Luego, si uno ponía más atención, descubría que sus manos estaban sucias, lo que denotaba su duro oficio de pescador. Su brazo diestro se dirige, de hecho, a una red. Sin embargo, en la otra, sostiene una cruz, la que profetizará su martirio como apóstol elegido por Jesucristo. Como decíamos antes, resulta crucial poseer esta información previa para comprender de dónde proviene esa red, esa cruz o esa suciedad. No es baladí, pues en aquella época se daba por sentado en la sociedad una cierta formación a la hora de interpretar estas imágenes. Una llave en una mano delatará a San Pedro, por ejemplo, e incluso unos ojos en una bandeja o unos pechos en un plato nos hablarán, de forma más tétrica, de Santa Lucía o Santa Águeda. Además, el desnudo remitirá a lo mitológico, pues será la única forma de justificarlo, a excepción de algunos temas como Adán y Eva (y a veces ni eso, pues las tablas de Durero estuvieron a punto de ser arrojadas a las llamas).
Del mismo modo, podemos presenciar a otro apóstol retratado por Ribera en El martirio de San Felipe, donde las leyes del decoro nos lo muestran instantes antes de ser torturado. Es aquí donde podemos encontrar a un pintor maduro y luminoso, liberado en cierta forma de la oscuridad tenebrista anterior, con una paleta verdaderamente colorida, que ayuda a soportar la visión dolorosa del santo previa a la muerte.
Pero Ribera no sólo se queda en lo religioso, sino que también sorprende en temáticas profanas, como la que tiene lugar en La mujer barbuda, donde lo que con el tiempo se convertirá en uno de los fenómenos de feria típicos tendrá en esta época condición de prodigio o milagro: una mujer con vello en el rostro da de mamar a su hijo. No se trata pues de un hombre, sino de una mujer con nombre y apellido: Maddalena Ventura, el “milagro de la naturaleza” como lo denominó Ribera. Un siglo después, otra mujer llamada Mary Toft alcanzaría fama por dar a luz a 17 conejos (aunque luego se demostró que se trataba de una falsedad), siendo retratada por el gran artista inglés William Hogart. También en asuntos mitológicos destacó Ribera, con cuadros como Sileno ebrio, cuya asociación con Baco nos lleva a otra imagen como la de Los borrachos de Velázquez. Así también, impresiona la serie de telas sobre los suplicios de Gigantes de la mitología griega como Ticio, Ixión, Sísifo o Tántalo.
También resulta muy llamativo su personaje de El patizambo, pordiosero de anatomía desproporcionada que sonríe con su rostro poco agraciado mientras sostiene un papel con la leyenda en latín: “Deme una limosna, por amor de Dios”. Una imagen que nos remite fácilmente a la del pícaro del Siglo de Oro español, y que nos habla del compromiso de Ribera con las clases humildes y su representación fidedigna. Algo que también haría Velázquez con sus enanos, por los que sentiría una gran ternura, dignificándolos al ponerlos parejos con personajes de la realeza o la nobleza.
No me gustaría finalizar este recorrido por el museo riberiano sin citar su serie sobre “Los sentidos”. Resulta encomiable la forma en que el pintor es capaz de materializar conceptos tan abstractos como son “la vista”, “el oído”, “el gusto”, “el olfato” o “el tacto”. Utilizando nuevamente “modelos de la calle”, sitúa a personajes cuya representación llega hasta la cintura, interactuando con una serie de elementos cotidianos ofrecidos en distintas mesas y que podían poseerse en viviendas de la época. Todos ellos nos invitan a ir descifrando el tema escogido de forma magistral.
Por todo esto, no sólo vale la pena visitar y revisitar a Ribera, sino que resulta fundamental para comprender una buena parte de nuestra cultura, historia y sociedad, y conocer una etapa como la del barroco desde una mirada única y sorprendente.
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