Susana Gisbert.
Si hay un clásico de
todos los veranos, además de la paella, la sangría, los mosquitos y el
inevitable programa hortera donde compiten varios pueblos, es el deporte
estival. De repente, vagos redomados y asiduos practicantes de “sillón-ball”
se calzan las zapatillas, las aletas o lo que se presente, y se lanzan a
practicar deporte como si no hubiera un mañana. Y ciertamente, tal como lo
hacen algunos, quizás para ellos no lo haya.
Y ¡ojo!, que yo no
soy quien para criticarlo, que yo también sucumbo como la que más a esta
fiebre. Y me vuelvo loca buscando clases de cualquier cosa, eso sí, con el
apellido de veraniegas. Sea aerobic, aquagym, pilates, bailes de salón, zumba,
mantenimiento, tai-chi o yoga, tanto da, una se enfunda sus mallas y se
entrega. Y eso, si las tiene, que si no acaba disfrazándose con lo que
encuentra o yendo corriendo a una tienda de deportes para comprar el vestuario
adecuado para un deporte que no practicará más de un mes, si llega.
Pero basta con salir
a cualquier calle o carretera para comprobar, con alivio, que no es un virus
que nos haya atacado a mí y a cuatro motivadas más. Porque por todas partes
aparecen corredores cuyos jadeos y michelines hacen dudar de que ésa sea su
costumbre diaria, a pesar de que algunos van armados y pertrechados de una
equipación tal que debieron vaciar la tienda en la que se abastecieron.
Y qué decir de los
ciclistas, que hay carreteras donde la afluencia haría pensar que se están
dando cuatro Vueltas Ciclistas a España de un modo simultáneo. Y cualquiera no
les ve, con esas mallas de un cromatismo tal que hace que duelan los ojos,
aunque no sé muy bien si por la fluorescencia de los colores o por algunos de
los cuerpos que van penosamente embutidos dentro.
Y no son los únicos.
Practicantes estivales de tenis –y de su hermanito pequeño el paddle-, fútbol
–y su hermanito el futbito- o las versiones playeras de otros deportes como
balonmano o vóley se dejan el sudor en esforzadas competiciones en las que lo
dan todo hasta que los meniscos o la espalda les recuerdan que los años no
pasan en balde, y los kilos tampoco.
Pero es inevitable.
La esperanza de volver al trabajo –quien lo tenga- o de acabar el verano con
un bronceado impecable y un cuerpo danone, no se pierde nunca. Así que aquí lo
dejo. Que tengo que ir a hacer unos largos a la piscina antes de que me la
cierren.
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