Francisco López Porcal El
viajero ha quedado atrapado en el hotel porque el aislamiento es total. Todo
está cancelado. En un país que no es el suyo debe hacer frente a una situación
inédita a la vez que increíble, similar a una historia dotada de grandes dosis
de fantasía.
En la soledad de la habitación meditaba sobre las novelas de Ian
Fleming en las que se muestra una idea muy romántica del espionaje. Aunque
cualquier auténtico espía le confesaría que eso es irreal, pero en el fondo le
gustaba pensar en la existencia de personas inteligentes que, utilizando quizás
métodos turbios que prefiere no conocer, cuidan de esta civilización.
Y lo hacen
en silencio, en el anonimato, contra unas fuerzas abanderadas del mal que
controlan el mundo, la economía y los movimientos geopolíticos, ahora mediante una
nueva arma, las pandemias. Lo que estaba sucediendo traspasaba la frontera de
la ficción para convertirse en una realidad inverosímil, valga el oxímoron, o
la crónica de una agonía no anunciada.
Quizá el lector crea que esto es una
digresión para romper el tema en curso. Al fin y al cabo el viajero es profesor
y novelista y le divertía practicar la acrobacia sobre el delgado cable que
separa la ficción de la realidad. Abajo, el abismo. Dada la situación creada,
al viajero no le quedaba más remedio que ver la vida entre bastidores o Entre visillos, como lo hacía Natalia,
el personaje de Carmen Martín Gaite, constreñida por unas convenciones sociales
muy estrictas, aunque por otras razones, lejos del confinamiento actual en el
que vive todo el país.
Una reclusión a la que se habían acostumbrado Hans
Castorp y su primo Joachim Ziemssen en La
montaña mágica de Thomas Mann durante su estancia en el sanatorio de Davos,
un paraje rodeado de nieve alpina que constituía todo un antídoto contra la
infección pulmonar. En aquel aislamiento, Mann describió a la perfección un
interesante ámbito de conversación y debate ideológico entre personajes que
jugaban a ser ángeles y demonios, sin que nadie de ellos supiera en el fondo cuál
era su verdadero papel. ¿No se asemeja esta situación a la de los responsables
del establishment mundial? ¿O será
otra aventurada divagación literaria?
El viajero tuvo la necesidad de
buscar una farmacia. Debía comprar una medicación porque la que traía consigo
estaba a punto de terminar. Salió del ascensor, saludó al conserje y alcanzó el
mundo exterior. Llegó a una plaza grande que tenía un aire fantasmal. No había
nadie. Miró a su izquierda y contempló la cabeza gigante de una mujer con los
ojos entornados y una mascarilla blanca.
La fiesta se había quedado sin
espectadores, pensó. Siguió calle arriba y llegó a otra plaza con una torre al
fondo. Miró el plano y supo que había dado con la Catedral. De repente el
tañido grave y cansado de una campana retumbaba en un caserío silente y alguna
paloma asustada parecía revolotear hacia la altura de una esbelta torre
barroca. Eran las siete y la tarde había caído.
Corría un ligero vientecillo
húmedo que presagiaba lluvia, por ello apretó el paso y entró en la botica para
que le dispensaran la medicina. De regreso al hotel prefirió hacerlo en sentido
contrario. Entró en una calle rectilínea, de fachadas modernistas, huyendo de una
neblina blanca que se acercaba sigilosamente. El eco de sus pasos resonaba en
la acera ante la ausencia del trasiego habitual de una vía urbana que se había
convertido en un paisaje extraño, apocalíptico, similar al de un lienzo
hiperrealista de Antonio López. Torció por una calleja y se encontró al final
con una explanada sembrada de naranjos.
Solo se escuchaba el murmullo del agua
que manaba de unas estatuas al pie de una pequeña alberca. Se sentó junto a la
fontana y observó la luz ambarina de un lánguido sol acariciando un campanario
sobre una erupción espectral de nubes violáceas. La iglesia estaba cerrada. Pronto
oscurecería. Miró al edificio de enfrente y le pareció ver a alguien observando
detrás de unos visillos. La reclusión hogareña comenzaba a aflorar en una
inquietante rutina que incitaba a volar lejos de la asfixia interior.
El viajero reanudó la marcha y en
pocos minutos se presentó en la puerta del hotel. La plaza guardaba un silencio
solamente roto por el agua que lanzaban los cisnes broncíneos de una fuente
bajo unos plátanos. A una señal del conserje el viajero se acercó al mostrador
de entrada. Tras el saludo inicial le entregó un paquete a su nombre. El
viajero mostró su extrañeza. No esperaba nada. Nadie sabía de su llegada.
El
empleado le comentó que una dama vestida de negro, la verdad, un poco
estrafalaria preguntó por él momentos después de su salida. Al no localizarle
dejó este presente. El viajero comprobó que el nombre del destinatario era el correcto.
Maurice Clichy. Destapó el envoltorio y descubrió que se trataba de un libro
que llevaba por título “Atrapados en el umbral”. Vaya, que curioso, exclamó, el
profesor.
Ojeando el interior comprobó con sorpresa que alguien había novelado
su primer viaje a esta ciudad. No tenía noticias de ello. Con cuidado tomó la
tarjeta enganchada en la solapa de la cubierta con el fin de descubrir la
identidad de la remitente. El profesor esbozó una sonrisa al leer, Manuela Vda.
de Pajares. Tras despedirse del conserje el viajero tomó el ascensor para
regresar a su habitación. El confinamiento -pensó- será más distraído a partir de
ahora con la lectura de este inesperado relato a la espera de mejores tiempos
que sin duda llegarán.
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