Susana Gisbert.
Seguro que les pasa cada día.
Es parar en un semáforo, y verse agobiada con visitas a la
ventanilla del coche. Aunque en una ciudad como Valencia es
constante, con la llegada del verano y del calor se incrementa el
tránsito de personas que aprovechan los semáforos para exhibir sus
habilidades u ofrecerte sus servicios, los necesites o no. O
imponerlos, que es peor.
Me considero una persona
empática. Comprendo la necesidad en que se debe encontrar una
persona para pasar las horas a pleno sol, esperando cada cambio del
semáforo para abalanzarse sobre los coches bayeta en mano para
conseguir unas monedas. Pero, como conductora, también reconozco que
me causa ansiedad y estoy esperando impaciente que el semáforo
vuelva a fase verde para tirar adelante. Sobre todo porque cuando
alguna vez me han limpiado el cristal, lo han dejado peor que estaba.
Incluso hay una sombra que no se acaba de ir por más que lave el
coche. Y sobre todo, me molesta que me impongan las cosas, que se me
tiren y echen su spray pese a repetir, de palabra y con aspavientos,
que no quiero que lo hagan.
Recuerdo quienes vendían
pañuelos de papel en esos mismos semáforos. No sé si ha dejado de
estar de moda esa práctica o solo han desaparecido de mis trayectos,
pero alguna vez los echo de menos. Incluso he llegado a pensar en
alguna situación que me hubieran venido bien porque necesitaba un
pañuelo de papel urgentemente. Pero ahora se ven más a los que
hacen malabares, con mejor o peor fortuna, que a veces pienso que se
van a estampar todas las pelotitas sobre los parabrisas y va a haber
un desastre. Pero me resultan simpáticos, la verdad.
En cualquier caso, y más allá
de la anécdota de si me gusta o no que me limpien el parabrisas, o
si me hacen gracia o no los juegos malabares, hay algo más. Algo que
subyace y que no vemos, que no es otra cosa que la situación de
necesidad de estas personas. Un día tras otro han de enfrentarse a
la indiferencia, cuando no a la furia, de quines transitamos de un
lado a otro en nuestros vehículos. Con la dosis extra de mala leche
que, por alguna razón que se me escapa, parece que se inocula a las
personas en cuanto se ponen al volante. No sé cuál debería ser la
solución, ni si la tiene. Pero tal vez deberíamos pararnos a pensar
en las penurias diarias de quienes aparecen en nuestras ventanillas.
Y recordar la suerte que tenemos de estar, en ese momento, dentro del
coche y no fuera de él.
SUSANA GISBERT
(TWITTER @gisb_sus)
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