Susana Gisbert.Hace apenas
dos veranos que la atención informativa se centraba sobre un tema
que hoy tenemos olvidado. La imagen de Aylan, aquel niño que podía
ser nuestro tendido en la playa, convirtiendo su cuerpecito sin vida
en símbolo de una tragedia enorme y sin visos de solución.
Nos
impresionó. Por un momento, parecía que recobrábamos el alma y los
sentimientos, perdidas en tantos recodos del egoismo. Pero fue un
espejismo. Después de él, han sido miles los que viven ese drama
sin que nadie pierda ni un minuto en ello. Como si se tratara de una
moda pasajera, que se desecha pasada la novedad. Duro pero cierto.
Pero la
realidad sigue ahí, desafiando con su crudeza a nuestra indifrencia.
Y a más de eso, hasta nuestra crueldad. Ya nadie quiere hablar de
Aylan y de todos los Aylanes de este mundo.
O casi
nadie. Hay quien, a pesar de no salir en los informativos, ni ser
tema de conversación, sigue arriesgando su vida y regalando su
esfuerzo y su tiempo para conseguir salvar a estas personas.
Supliendo con su voluntarismo la labor de una comunidad internacional
que da la espalda a sus obligaciones.
Pero, por
si no fuera suficiente con el abandono institucional, informativo y
hasta emocional, hay cosas que vienen a dar un golpe de martillo
extra. Una piedra más en un sendero escarpado. Supongo que todo el
mundo sabe a qué me estoy refiriendo. A ciertas declaraciones de
cierta persona que, cuanto menos, debería pensar antes de abrir la
boca, y más ante un micro.
No voy a
ser yo quien critique sus palabras ni mucho menos lo que narices
quisiera decir con ellas. Ya lo han hecho otros. Pero si voy a
tratar de proponer un ejercicio de empatía de lo más básico.
Ponernos en la piel de los demás. ¿Cómo se sentirá alguien que
está sacrifcando su tiempo, su libertad y hasta su vida por salvar
vidas humanas cuando desde una instancia institucional no solo
prescinden de valorar su labor sino que insinúan que puede
contribuir al tráfico de seres humanos?. La respuesta es obvia. Una
enorme bofetada de las que hacen historia. Y, lo que es peor, de las
que hacen sangre.
Así que
hoy, desde aquí, solo quiero hacer un pequeño homenaje a cada una
de las personas que dan todo eso y mucho más por quienes se lo
juegan todo en una cruel apuesta por un futuro incierto. Porque
hablamos de crisis de refugiados, pero ni siquiera llegan a serlo. A
muchos el mar se los traga antes. Y a otros, no llega a hacerlo por
la labor incansable de quienes hacen de la solidaridad bandera.
Merecen un
aplauso, una ovación, un homenaje y todo tipo de reconocimientos.
Pero, si no quiere dárselo, no lo haga, pero al menos no les tire
piedras. Porque, a veces, las piedras acaban hundiendo a quien las
arroja.
SUSANA
GISBERT
(TWITTER
@gisb_sus)
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