Francisco López Porcal La tarde avanza
y decido regresar a casa, una construcción del XVIII a espaldas de la iglesia
de San Nicolás en cuyo archivo concentro ahora mi trabajo. Anduve un tiempo buscando
un ambiente apacible cerca de mi actividad y lo encontré justo al lado; el que
se respira en esta recoleta plaza del Correo Viejo, silente, de vistosa rejería
de balcones y ventanas que envuelven este cuadrado urbano dotado de una discreta
fuente central. Sentado en su taza de piedra, parece que la trepidante vida de
la gran ciudad acaba por diluirse, y en el sosiego del lugar vienen a la mente,
a borbotones, múltiples sensaciones de historias pasadas de carruajes de
señores y mansedumbre de criados, pues como escribe Gaston Bachelard, en sus alvéolos,
el espacio conserva el tiempo comprimido.
Después de una minuciosa labor entre legajos y letras manuscritas no
siempre legibles, sueño las alturas en busca de la luz en una soledad más
tranquila tras varias horas de encierro bajo una crujía medieval. Desde la
azotea la vista se extravía en un horizonte apelmazado de terrazas y tejados,
herido por la mística verticalidad de cúpulas, de veletas que coronan los campanarios
-auténticos obeliscos cristianos-, y de torretas que emergen como diminutos
minaretes para ver el mar en la lejanía.
El mismo paisaje que Pío Baroja observó
en su día con cierto desdén desde su azotea de la calle Samaniego junto a la
Catedral. Evocaciones que plasmaría años más tarde en Desde la última vuelta
del camino acerca de su estancia en Valencia cuando era un estudiante
de Medicina poco convencido. El rumbo confuso de sus aficiones literarias y la
muerte de su hermano Darío se añadirían a la apatía de su mirada.
Al volver la vista para contemplar el vuelo de unas avecillas, advierto
una figura en la azotea contigua. Es Maurice Clichy. Le reconozco de un
encuentro anterior y por su omnipotente presencia en las páginas de Atrapados
en el umbral. No se quede ahí, le digo. Le ayudo a superar el murete que
separa ambas terrazas y le ofrezco acomodo junto a la mesita donde me
encuentro. Clichy es un tipo alto, de buen porte, cercano a los cincuenta. Su
acento refinado delata la procedencia parisina. Su inicio en francés pronto
revierte en un castellano perfecto dada su experiencia en la enseñanza de la
literatura española en su calidad de docente universitario.
Mientras charlamos, le ofrezco un granizado de limón que agradece. ¿Qué
le trae por Valencia, Mr. Clichy? Pues verá, un congreso sobre Pérez Galdós en
el campus de Filología, responde el profesor. Valiente Don Benito en sus
observaciones sobre la condición humana ¿No le parece? Recuerde -continúa
Clichy- a la pobre Benigna, en Misericordia, la hipocresía que soportó
de parte de doña Paca y su familia, sin olvidar la locura crematística de
Rosalía Pipaón, la heroína de La de Bringas, obsesionada en sus
insostenibles aspiraciones sociales.
Créame, intervengo, no son actitudes tan
diferentes a las de hoy en día. Las apariencias, las necesidades de triunfo rápido,
en ocasiones a costa de los demás, suele ser una práctica habitual en todas las
profesiones. Dígamelo a mí, apunta Clichy, que lo he vivido tan de cerca en mi
trabajo cuando tienes compañeros que intentan aprovecharse de tu esfuerzo
pensando que nunca va a alterarse la supremacía del dominio sobre el
tiranizado. Esto es intolerable.
El profesor medita sus palabras mirando su
refresco prácticamente convertido en hielo y prosigue. Son los hábitos y
costumbres de la gente poderosa sobre el pueblo llano, mi querido amigo. La
historia se repite. Si recuerda, continúa Clichy, en un marco social mucho más
consentido como el mundo del barroco, era frecuente la veneración, en el fondo
una humillación no reconocida, de los criados hacia sus amos. Un menosprecio
que los subordinados no advertían a causa de su ingenuidad y la aceptación implícita
de unas reglas de convivencia.
Lo describe muy bien Vicent Josep Escartí en Nomdedéu.
Lo imagino ahora al ver mi vaso convertido en agua de nieve, la que tomaban
los señores de la Roca en una terraza como esta no lejos de aquí en su palacio
de la calle Caballeros. Todo un deleite de distinción social procedente de las
neveras de la sierra de Mariola o Xàtiva. Una resignación propia del vasallaje,
le respondo. Los criados no disfrutarían del placer del agua de nieve, supongo.
Una sumisión difícil de entender hoy.
No crea, responde Clichy. En el fondo
existe mucha servidumbre en las relaciones profesionales, más de las que usted
imagina, aunque con otra envoltura. No llegamos a extremos de obediencia ciega
como en épocas del paroxismo barroco, pero casi. ¿O acaso sí, solo por el afán
de escalar socialmente, o de mantener las prebendas?
Mientras el profesor sigue
hablando le acerco una cuchara para apurar el refresco. No creo que hoy el
servicio doméstico en caso de que se declarara una epidemia, permaneciera en
casa de sus amos mientras estos abandonan sus mansiones huyendo del peligro.
Lea a Escartí. Los señores salían en sus carruajes hacia el interior del Reino,
encima bendecidos por sus criados, sin saber si a la vuelta la peste sería
letal para estos pobres ignorantes que cuidaban de sus casas. Todo es una
cuestión de supervivencia frente al infortunio. Sálvese quien pueda. ¿No cree?
Es posible, profesor. ¡Se ven tantas injusticias e irresponsabilidades! ¿Acaso,
no las ve nadie? Quizá la egolatría y una visceralidad creciente estén venciendo
al criterio y al debate.
La tarde estallaba hacia poniente en una constelación de nubes rosadas.
Ambos contemplábamos el espectáculo en silencio. Cerca de la azotea se
recortaba a contraluz una cúpula de teja rematada por un cupulín. ¿Ve aquella bóveda,
Clichy? Hay muchas como ella aquí en Valencia. S
í, es cierto, respondo. Pero
esa pertenece a la antigua iglesia de la Compañía de Jesús, hoy Basílica, todo
un ejemplo de supervivencia frente a la adversidad. ¿Por qué razón? pregunta el
profesor. La desamortización de Mendizábal se cebó con ella y a raíz de la
revolución de la Gloriosa se demolió para reedificarse unos años después, la
Guerra Civil la devastó y volvió a reconstruirse hasta que en los años
cincuenta hubo un desplome de parte de esa bóveda que fue reparada con la
fisonomía actual. Vaya, una historia interesante, afirma Clichy. Muchas
personas deberían tomar nota de esta perseverancia, sobre todo las nuevas
generaciones inmersas en esta sociedad actual tan estigmatizada por el triunfo
rápido que no conduce más que a una supervivencia fugaz, todo un ataque a la
cultura del esfuerzo.
La tarde había declinado en un crepúsculo azulado, sosegado, como la
charla que habíamos mantenido. Volveremos a vernos pronto, Mr. Clichy, seguro.
Le ayudé a salvar el murete de la azotea y desapareció. Los últimos vencejos
revoloteaban en círculo alrededor de la torre de San Nicolás, hasta que el
tañido de una campana les ahuyentó.
Comparte la noticia
Categorías de la noticia