Pie de fotoHoy este artículo habitual de los sábados no analiza asuntos de macropolítica, cuestiones económicas de alcance general o preocupaciones sociales y/o locales; ni siquiera de micropolítica. Está dedicado a una imagen cotidiana en época estival y a unas personas que desarrollan un trabajo tan discreto como imprescindible. Va del día a día.
Si existe una labor vinculada al verano, al ocio, a la playa, es la de socorrista. Sí, podríamos incluir en los trabajos estivales por antonomasia el de camarero de chiringuito, el de acondicionador de tumbonas, el de vendedor de bebidas frías por la playa y un largo etcétera. No obstante, el que siempre está presente por lo que implica y por resultar obligatorio es del socorrista.
Está ahí, sentado con sus gafas de sol en una silla bajo la sombra de alguna palmera en la piscina o paseando por la arena del litoral, atento a quien puede resbalarse en una baldosa piscinera, a un grupo de niños de tres o cuatro años que corretea alegremente sobre charcos o a alguien con llamativa obesidad o edad avanzada que realiza un ejercicio aparentemente poco acorde a sus circunstancias vitales.
Desde luego, la tarea que desempeña se ha idealizada con series como la clásica Vigilantes de la playa, que exalta su preparación física, su capacidad para atraer la mirada y la admiración o su habilidad para, con escaso riesgo, realizar los rescates más complicados exitosamente. Esto ocurre en un ínfimo número de casos. Y si no se producen los aludidos rescates, aunque concluyan con final feliz, mejor.
La inmensa mayoría del tiempo se pasa superando el tedio. Observando y esperando a que discurran las horas. Alerta en una torre vigía sin aire acondicionado o en la posta de socorro recibiendo a bañistas con picaduras de pez araña o rozaduras de medusa. Confieso que ejercí durante unas semanas esa labor y me aburrí soberanamente. Por suerte, porque eso equivalía a que nadie en la playa que controlaba, en mis turnos, sufrió un percance.
Su tarea podría, en ese sentido de auxilio, asimilarse a la llevada a cabo por bomberos, por ejemplo. Lo ideal consiste en que estén siempre cerca pero que preferiblemente no tengan que actuar. Porque si lo hacen significa que, como mínimo, alguien se está llevando un buen susto.
La mayor parte del tiempo, además de en estar atentos, se va en insistir a bañistas que no entren en el mar con bandera roja, en responder a preguntas o en ayudar a familias a buscar a niños o mayores que se pierden, habitualmente durante unos angustiosos minutos.
Para acceder a esa labor de socorrista hace falta aprobar un exhaustivo curso de preparación que, además de supervisar su pericia para nadar perfectamente, incluye todas las maneras de inmovilizar a alguien que se está ahogando y que cuando acudes a su rescate puede hundirte también. La desesperación le hace perder la razón y solo busca por donde asirse a su salvador como si de un flotador se tratara. También forma parte de ese curso –reconozco que en mi caso constituyó la parte que más me costó superar y que lo hice apoyado en técnicas de yoga y meditación- recorrer buceando una piscina olímpica.
En cualquier caso el objetivo de este artículo se centra en resaltar la labor de esas decenas de miles de personas que durante los meses de verano se hallan prestas y dispuestas a auxiliarnos. En un segundo plano, con sigilo, con gafas de sol o cara de aburrimiento, pero ahí están, en una labor necesaria. Suerte.
Comparte la noticia
Categorías de la noticia