Susana Gisbert. /EPDAEn estos días, el sempiterno fútbol ha puesto en la palestra un tema que, aunque siempre ha estado ahí, a nadie parece importarle hasta que se mete el balompié de por medio. Se trata, cómo no, del racismo, traído a colación por los lamentables incidentes acaecidos en el campo de Mestalla.
Lo primero que cabría plantearse es si hechos de este calibre es la primera vez que ocurren en una cancha, Es decir, si es la primera vez que un jugador es víctima de insultos proferidos desde las gradas por el color de su piel. Y la respuesta, obviamente, es no. No hace falta ser un forofo empedernido para saber que esto pasa mucho, por desgracia.
Para lo que no tengo respuesta, ni como profesional ni como ciudadana, es para la pregunta de por qué en este caso se ha organizado un jaleo de órdago, con comunicados de ámbito internacional, incluida la Casa Blanca y el presidente de Brasil, y en otros casos no ha sido así.
Quiero pensar -no me gusta ser malpensada- que se alinearon los planetas. O sea, que concurrieron una serie de circunstancias que supusieron la tormenta perfecta. Un partido de máxima rivalidad entre un equipo de alto copete y un Valencia, que, pese a su larga tradición y su prestigio deportivo, se jugaba la permanencia en la categoría, con una afición enfervorizada y un jugador de sangre tan caliente que pierde las formas con frecuencia. Y, aunque nada justifica lo sucedido, sí que da la medida de la trascendencia y la repercusión alcanzada.
Hay que tener claro que, aunque ningún insulto es admisible, cuando el insulto consiste en menospreciar a alguien por motivos racistas, se vuelve intolerable. Más aun cuando sucede en un estadio deportivo que debería ser ejemplo de todo lo contrario.
Pero ¿puede concluirse, como han pretendido hacer algunos, que en España, o en Valencia, somos racistas? Pues, evidentemente, no. Que hay racismo es innegable, pero eso ni es la regla general ni se puede afirmar que seamos un país o una ciudad racista.
Y, como el racismo existe, aunque no sea la regla general, hay que rechazarlo, aislarlo y erradicarlo. Sin medias tintas. Sin buscar más culpables que quienes profirieron lo gritos racistas ni tratar de quitarle importancia porque pasa más veces o porque el jugador insultado haya hecho presuntos actos de provocación.
La suerte, o la desgracia, ha querido que en nuestra ciudad sea donde se encienda el polvorín. Ahora tenemos la oportunidad de demostrar que los racistas son unos pocos y no los queremos en nuestro fútbol ni en nuestra tierra. La pelota está en nuestro tejado
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