Es probable que
esta pregunta pueda parecer una estupidez.
Sin embargo, esta cuestión debe responderse con un discurso que
plante cara al oficial, a aquel que se empeña en hacernos creer que
los políticos son grandes demócratas, muy respetuosos con sus
conciudadanos, y que abogan, sin ninguna duda, por la división de
poderes. Evidentemente, el matiz de políticos “de hoy” no es
casual, y ello nos obliga a relacionarlo con el régimen
representativo, o como se le apoda, no sin cierta generosidad,
democracia representativa.
La tendencia al
despotismo de nuestros sistemas políticos tampoco debe achacarse a
Montesquieu, ni a Locke, ni tampoco a John Stuart Mill, quienes
seguramente pensarían que el régimen representativo funcionaría
bien. La teoría nos decía que el poder que emana del Estado debía
dividirse en tres (legislativo, ejecutivo y judicial), y que éstos
tendrían que configurarse de manera independiente para evitar
intromisiones. Estos requisitos debían servir para frenar el
despotismo. No obstante, las élites políticas acometían reformas
siempre con la mentalidad de consolidar su poder. Un hecho que se vio
potenciado cuando la representación política fue aceptada como
principio universalmente válido; así fue posible limitar la función
del pueblo en política a la mera elección de élites, lo que además
servía para mantener una fachada democrática y legitimar al
sistema.
Este esquema
vertical del poder, en el que al pueblo solo le corresponde un papel
sancionador (entre una u otra oligarquía partidista), niega
categóricamente a la democracia. La niega en los términos de que el
pueblo no ejerce ningún poder, pues ello corresponde solo a los
políticos. Los políticos redactan las normas a su conveniencia, y
luego en un acto de marcada hipocresía votan lo que ellos mismos han
escrito. En todo este proceso, aunque la norma aprobada sea injusta o
dañina para la población, no existe ningún mecanismo para que el
pueblo pueda, al menos, ejercer un veto.
Asimismo,
la disciplina de voto, que imponen los partidos y que los políticos
aceptan gustosamente, convierte el proceso de debate que se da en el
Parlamento en una mera escenificación. A pesar de ello, lo
especialmente grave es que se le niegue a la ciudadanía el derecho
de votar cualquier disposición normativa que, en última instancia,
va a regular muchas de sus parcelas vitales. Ese elemento evita
quebraderos de cabeza a los políticos, pues no deben justificar sus
actuaciones ante lo que para ellos es el vulgo, salvo que estén en
campaña electoral y necesiten que la ciudadanía ratifique la lista
creada por su partido.
Esta perversión
tiene como consecuencia que los políticos
decidan teniendo como única guía sus intereses o ideología, pero
en ningún caso lo que desearían aquellas personas que los han
elegido. Es imposible que exista, aunque tampoco los políticos
parecen esforzarse, una empatía que alcance esos niveles. Los
antiguos griegos o los romanos superaron esta contradicción al
apostar por la democracia directa (en el caso de los primeros) o en
una democracia basada en el mandato (los segundos). Por aquel
entonces, Jean Bodin todavía no había escrito acerca de la
soberanía, así que, por tanto, tampoco era posible justificar su
representación. De este modo, antiguamente no se podía aceptar como
democrático que una ley o una decisión importante siguieran
adelante si no había obtenido el visto bueno del pueblo.
Uno de los
embrollos habituales del estratega
ateniense Temístocles, ilustra perfectamente lo que esto
significaba. En una ocasión Temístocles tenía que convencer a los
ciudadanos atenienses para que un inesperado ingreso pudiera servir
para reforzar la flota, y así poder hacer frente a la previsible
invasión del rey Jerjes. Sin embargo, Temístocles sabía que aquel
argumento no sería suficiente para ganar, así que recurrió a la
mentira. Si no valoramos criterios morales, el desenlace de la
Batalla de Salamina es suficiente como para no reprocharle su
decisión. No obstante, más allá de eso, lo reseñable del ejemplo
es que Temístocles tuvo que devanarse los sesos para conseguir que
su propuesta fuera aprobada por sus conciudadanos. Quizás pudieron
votar una mentira, pero al menos tuvieron la oportunidad de hacerlo y
no ver como otros lo hacían por ellos. En la actualidad, los
políticos no someten a discusión con la ciudadanía absolutamente
nada, ya que ni pueden ni lo desean. Ellos se autoproclaman voluntad
del pueblo, pero paradójicamente deciden de acuerdo con sus propios
deseos.
De esta manera, es
imposible que un político pueda ser
demócrata. Como tampoco lo serán aquellos que se empecinen en usar
el socorrido eufemismo de que son el altavoz de los más humildes,
porque esa condescendencia equivale a algo así como: “yo te
suministro el pescado con la condición de que no aprendas a pescar”.
La clave del asunto no radica en que se gobierne con buena o mala
intención, sino en el hecho de que se niega la posibilidad al pueblo
de gobernarse. ¿Acaso lo consideran incapaz? Todo para el pueblo,
pero sin el pueblo, ¿no? Decidme, ¿dónde queda la democracia de
los políticos de hoy?
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