Javier Mateo Hidalgo. /EPDA Como
si se tratase de un oasis en mitad del desierto, en el número 37 del
Paseo del General Martínez Campos se erige la casa que levantó
Sorolla y en la que fijó su residencia en Madrid. El edificio recibe
al visitante sediento de la travesía urbana con un jardín oculto
tras las vallas de entrada, cuyo diseño también decidió su
propietario, y que recuerda con sus fuentes y estanques a la
configuración de los jardines de la Alhambra. Hasta los arcos de la
entrada al edificio evocan la gloria califal granadina. Sorolla
construye todo un exótico decorado destinado a evocar una atmósfera
capaz de detener el tiempo, hacerle olvidar la presencia en la
capital. Allí descansaba y se inspiraba, practicando con el pincel
mientras llegaban nuevos encargos.
El pintor valenciano tuvo la fortuna no sólo de poder dedicarse a su
oficio como pintor (algo que incluso a día de hoy resulta
complicado), sino de alcanzar fama en vida, encontrándose muy
solicitado y cotizado. Además de disfrutar de una existencia
holgada, conoció a quien se convertiría en musa y compañera de
viaje, Clotilde García del Castillo. Una historia sentimental que se
remonta a la adolescencia y que no sólo es la de un hombre
enamorado, sino la de alguien cuyo amor supo transformar en
admiración. “Eres mi carne, mi vida y mi cerebro”, llegó a
decirle en una de las cartas que le escribió. Esta demostración de
cariño también fue reflejada a lo largo de su vida con los
múltiples retratos en que ella figuró como protagonista, quedando
inmortalizada en cuadros que pasaron a la historia. Así, la vemos
caminar acompañada de su hija María por la playa, con el rostro
velado y luciendo sombrilla en Paseo a orillas del mar, posar
como modelo único en Clotilde sentada en un sofá o descansar
en su lecho junto a su hija Elena, a la que acaba de dar a luz en
Madre. Además de darle tres hijos (las citadas Elena y María
y Joaquín), fue la creadora de este museo. Era hija de Antonio
García Peris, famoso fotógrafo valenciano de la época, cuya
maestría en la captación de imágenes cotidianas nos ha dejado
algunas muestras de la vida privada de esta familia, incluyendo la
del propio yerno.
Se ha dicho en reiteradas ocasiones que Sorolla representa como
ninguno la luz del mediterráneo. En esta insistencia hay un evidente
poso de verdad, como en los tradicionales refranes. Esa tonalidad
cálida que se vierte en las espaldas de la infancia (Niños en la
playa) o a través de las copas de los árboles, moteando lo que
queda por debajo (Cogiendo la vela), nos dan una idea de ese
impresionismo español que tan realistamente supo reflejar el
maestro. Una poética que se resuelve por partida doble, pues Sorolla
logra representar a través de la intuición, con rápidas
pinceladas. Empastes que desde cerca pueden aparentar paisajes
abstractos, pero que con la distancia adecuada consiguen el enfoque y
la precisión de un detallista flamenco.
A diferencia de otros pintores, Sorolla dejó un legado pictórico
ingente. Parece imposible que una sola persona haya logrado tamaña
producción. Nunca precisó de discípulos y, aún disponiendo de
todo su tiempo para dedicarse a la pintura, resulta inasumible para
cualquier otro creador de su tiempo, anterior o posterior. Su talento
prodigioso le llevaría a cruzar las costas españolas, llegando
incluso a Estados Unidos. Las 14 pinturas que conforman Visión de
España, realizadas para la Hispanic Society, le convierten en
todo un coloso para las grandes dimensiones, reflejando en paneles
gigantescos la cultura de su país a través del paisaje y el
paisanaje. Una magna obra solo equiparable a las 12 piezas que
conforman la Iberia musical de su coetáneo y compatriota
Isaac Albéniz. No obstante, no fue la única ocasión en que
experimentó con grandes dimensiones. De hecho, sería una obra de
siete metros la que condicionaría de forma simbólica su destino: El
entierro de Cristo. Ésta representa una de las escasas muestras
de temática religiosa del valenciano, cuyo fracaso en la la
Exposición Nacional de Bellas Artes de 1887 le llevó a cambiar
diametralmente su visión sobre la pintura, iniciándose en la
personalidad pictórica “sorollesca” que ahora conocemos. De esta
obra dijeron las críticas que el autor se mostraba más “humano”
que “devoto”, lo que provocó que el autor, en un arrebato, lo
destruyese. Por fortuna, se han conservado algunos trozos, pudiendo
reconstruirse y exponerse recientemente en una muestra ofrecida por
el Museo Sorolla, titulada Sorolla. Tormento y devoción.
Existe también en Sorolla una etapa suya social, influida sin duda
por su colega Vicente Blasco Ibáñez, con obras como Trata de
blancas o ¡Aún dicen que el pescado es caro!, cuyo
título podemos localizar en una de las frases de la novela Flor
de mayo del afamado novelista.
Recorrer los pisos y estancias de su casa museo madrileña supone
impregnarse de su arte de una forma excesiva por barroca, pues no hay
apenas un hueco de sus muros que no quede cubierto por ejemplos de su
trabajo (cuadros y apuntes de distintas dimensiones). La última
parada en el camino muestra su estudio, dispuesto tal y como lo dejó
cuando le alcanzó la muerte. Sobre el caballete su última obra,
inacabada: un retrato de Mabel Rick, “la señora de [Ramón] Pérez
de Ayala”, su amigo literato. Fue en 1920, cuando se encontraba en
el jardín de la casa pintando, y sufrió repentinamente un ataque de
hemiplejía. Quiso no dar importancia al suceso e intentó continuar
el trabajo, pero la realidad se impuso y finalmente tuvo que
abandonar, quedando incapacitado para pintar. Así, la llama vital
del maestro fue apagándose progresivamente en los sucesivos meses,
hasta cerrar los ojos definitivamente en su casa de verano en
Cercedilla. Tenía sesenta años y cerca de dos mil obras a sus
espaldas, lo que da idea de su inconmensurabilidad. Todo un ejemplo
de trabajo, constancia, profesionalidad y calidad artísticos.
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