Susana Gisbert.
Llega el verano y, entre
la holgazanería propia de las vacaciones y la canícula que invita a
la siesta, se ve más la televisión, se quiera o no. Y aunque ganas
dan de quitarla, y hasta de arrojarla por la ventana en un momento
dado, acabamos por sucumbir y rezongar ante la caja boba. Y una se
traga lo que le echen, máxime cuando, como es mi caso, no le gustan
los documentales de la 2, por más inculto que eso resulte. Guárdenme
el secreto, pero odio a los leones del Serengueti (o como se diga).
Nadie es perfecto.
Así que me sitúo en
estado de semi-inconsciencia y me dejo llevar. Y hete tú aquí que
descubro, más que nunca, la cantidad de sabihondos que proliferan
por todas las cadenas, o por casi todas. O que ya andaban por ahí,
pero a mí por las horas me era imposible ver. El caso es que los
platós se llenan de personajes que, sentados cómodamente en sus
sillones, se permiten el lujo de opinar de todo y de todos. Y se
quedan tan frescos.
Pero que no se me
malinterprete. No me refiero a programas especializados con invitados
con conocimientos del tema, que también los hay. Me refiero a esos
espacios donde los tertulianos no cuentan con otro mérito que haber
salido en la cuarta entrega de algún reality show, haber tenido un
lío con un famosillo, ser la madre o la tía de alguna folklórica o
estar divorciado de algún deportista, torero, cantante o cualquier
otro hijo de la farándula. Y, con tan brillante currículum, se
atreven a sentenciar de lo divino o de la humano, sea la última
operación de estética de una modelo venida a menos, el régimen de
guarda y custodia de los hijos de alguna pareja del famoseo, los
políticos corruptos, las violaciones en la India y hasta la terrible
situación en la franja de Gaza, venido el caso. Y sentando cátedra,
faltaría más, mientras los televidentes se tragan sus opiniones y
algunos hasta las comparten en sus redes sociales. Y por hacer eso,
se embolsan un potosí mientras verdaderos profesionales se pudren en
las colas del paro o cobran cantidades ridículas por trabajos
similares.
Y por si no hubiera
suficiente, se retroalimentan, y se autoinvitan a sus propios
programas donde dan una entrevista y, si surge, se someten al
polígrafo, reciben llamadas de aludidos o lloran aireando sus vidas
privadas sin ningún tipo de pudor.
Pero es lo que hay. Ahí
están ellos y ahí están también los índices de audiencia que los
respaldan. Opinando de todo y de todos, salvo quizás, de física
nuclear. Aunque todo se andará.
Así que hagamos un
esfuerzo y apaguemos la televisión si lo que oímos no nos gusta.
Que se duerme divinamente la siesta sin necesidad de amenizarla con
tan fundadas opiniones. Y así, de paso, igual disminuye el número
de televidentes contabilizados y, por tanto, la rentabilidad de los
programas en cuestión.
Pero si no me hacen caso
y la cosa sigue, que alguien me explique cómo llegar a eso. Porque
yo, entonces, también quiero ser tertuliana. ¿O ustedes no?
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