Javier Mateo Hidalgo. /EPDA Mientras el tren avanza por las vías que salen de la estación de Atocha, Pedro observa alejarse la ciudad en la que depositó sus esperanzas como investigador, y donde las circunstancias vitales le empujaron a fracasar. Con esta atmósfera baja el telón una de las novelas más enigmáticas y rompedoras del panorama literario español de posguerra. Tiempo de silencio acaba de cumplir sesenta años y su lucidez le permite conservar el lustre, como pátina recién aplicada. Su joven autor se presentaba como uno de los más revolucionarios y prometedores de aquella generación. La editorial Seix Barral publicaba el volumen con una portada que se convertiría en mítica: su somero blanco y negro, mostrando a unos ratones de laboratorio observando curiosos, adornaba la que sería la única obra concluida de Luis Martín-Santos. Dos años después, moriría trágicamente en un accidente automovilístico, dejando sin terminar un nuevo trabajo con un título hermano del anterior e igualmente contundente: Tiempo de destrucción.
¿Qué tiene Tiempo de silencio que a día de hoy continúa fascinando? Por lo pronto, un lenguaje cuidado y meticuloso que no se hace precisamente accesible o “democrático” para un público medio. Esta dificultad de lectura proviene de una intención clara por parte del escritor de cuestionar la narrativa tradicional y renovar sus bases. Se trata de una incomodidad presente tanto en el continente como en el contenido. La crítica ha referido en excesivas ocasiones al uso del monólogo interior como uno de sus grandes aciertos, pero lo que no ha incidido en demasía es en que ese flujo de conciencia, interrumpido constantemente, responde a una interiorización del mundo exterior en el que habita el personaje de Pedro. La realidad queda psicosomatizada en su forma de ser, el contexto explica la naturaleza humana y su evolución biológica.
Como diría Ortega, “yo soy yo y mis circunstancias”, aunque precisamente el filósofo madrileño no salga muy bien parado en esta novela. Martín Santos arrampla con todo lo que se le pone por delante, y lo hace con un método frío y calculado, de cirujano metódico. Su bisturí es la objetividad más aséptica y el territorio a estudiar el cuerpo que ha de ser medido y tanteado con la objetividad más certera. Porque, no nos equivoquemos, el tiempo que le tocó vivir a Martín Santos no fue fácil, pero lo encaró de frente, haciendo uso de una crítica vertida desde una aparente mirada distante y escéptica. El lenguaje, la carcasa, le sirvió para poder hablar sin ser silenciado, pero el contenido está ahí, y a poco que se mire con el microscopio se hallará su sentido demoledor. El pesimismo que destila es hermano del de Pío Baroja y una de sus obras cumbre: El árbol de la ciencia. A su vez, la filosofía del Andrés Hurtado barojiano será deudora de la de Arthur Schopenhauer (la tesis doctoral en medicina de Baroja ahondará en la máxima de “conocer da dolor”).
A pesar de su estructura narrativa clásica, Tiempo de silencio no se caracteriza por el armazón argumental; más bien es una excusa para algo de orden superior. La adaptación fílmica de Vicente Aranda cumple con su cometido como versión fiel de la trama dramática: un estudiante de medicina acude a la zona de chabolas del extrarradio madrileño a fin de obtener ratones para sus experimentos. En una ocasión, accede a practicar de urgencia un aborto a una de las jóvenes que viven allí, con la mala fortuna de que muere en la mesa de operaciones improvisada. Ello le abocará al fin de sus ilusiones como futuro investigador, condenándole a ser médico de provincias. Su marcha forzada de ese Madrid ilusionante cierra el libro pero no la película, aunque en cualquiera de los dos casos no es eso lo que importa. Es la visión interior de las cosas que siente Pedro, donde todo parece conducir al fracaso: la sociedad de cartón piedra en que vive, con unas falsas luces de candilejas que disfrazan a duras penas la verdadera miseria moral, física y cultural de un periodo gris y angustioso. Este sentimiento que transmite la voz narradora, cayendo gota a gota hasta horadar la conciencia del lector, resulta imposible de expresar por el cine y, por ello, toda adaptación o traducción audiovisual será una “traición” de la obra literaria.
Martín-Santos era psiquiatra, lo que sin duda le ayudó a profundizar en la psique humana, en los recovecos y pliegues secretos de la identidad y su reflejo externo. Tuvo como director de Tesis a Pedro Laín Entralgo y, como él (y otros como Cajal, Marañón o el citado Baroja), sintió tras el velo de la ciencia la punzada de la escritura, la necesidad de expresar otras inquietudes por medio del verbo. Su apuesta novelística fue un dardo en el blanco, el acierto a pesar de las complicaciones para llegar al reconocimiento. Todavía hoy resuena como una de las novelas españolas más importantes de su tiempo. Un tiempo de “silencio” y una geografía que supo abrir en canal con mano certera, a pesar de sus 38 años.
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