En estoS días me toca enfrentarme a algo a lo que se tiene que enfrentar cualquiera que haya atravesado por la pérdida de una persona muy cercana, Mi madre nos dejaba en plenas fallas y ahora toca vaciar su casa y escudriñar sus recuerdos, que son los míos de toda una vida.
En poco tiempo, habré de dejar para siempre cualquier vínculo material con la casa que me vio nacer -yo todavía soy de las que nacían en casa, aunque mi generación era la de “la Cigüeña”- y tomar la decisión, durísima, de optar entre lo que me quedo y lo que se queda, lo que viene conmigo y lo que dejo atrás. Una decisión, además, modulada por las necesidades de la vida actual, porque los pisos de hoy no permiten guardar todo lo que se querría conservar. Lo que no puede ser, no puede ser, y, además, es imposible.
Aún me queda tarea, pero cada vez que emprendo una nueva fase se me encoge el alma. Se me encoge, primero, con solo pensarlo, y luego, nada más atravesar ese umbral que tantas veces he cruzado sin pensar jamás que alguna vez sería la última.
Cuando una se encuentra en esa situación, en la que se suma dolor sobre dolor, se da cuenta de la cantidad de cosas que conforman nuestras vidas. Yo siempre viví en la misma casa, pero antes que yo, ya lo hacían mis padres y mis hermanos. Y la casa se va llenando de cosas aparentemente nimias pero que marcan una vida.
Los libros de texto de mi infancia, las papeletas de la facultad, mis primeras zapatillas de ballet, mis muñecas, los trajes de fallera míos y de mis hijas, el vestido de novia, los juegos de mesa, los zapatos de toda una vida y mil cosas más. Cosas a añadir a todas las pertenencias de mi madre, que huelen a ella y hacen que se me salten las lágrimas a cada paso por la que siempre fue mi casa y pronto dejará de serlo, y a esas cosas en las que no pensamos nunca, pero son parte de nuestra existencia, como la vajilla con la que hemos comido mil veces, los platos en los que hemos bebido, los muebles que han enmarcado tantos momentos o las cortinas que nos han abierto al mundo. Y las camas, esas camas que albergaron mil sueños y mil pesadillas, esas camas en las que descansamos después de cada día.
Vaciar la casa es de esas cosas duras pero imprescindibles. Menos mal que más allá de las cosas están los recuerdos que se forjaron en ellas. Y eso es imborrable.
Susana Gisbert. EPDA
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