Francisco López Porcal Tras el
aguacero, un sol crepuscular asomaba en un cielo de acuarelas amoratadas y plomizas.
Olía a tierra mojada y la animación volvía a ser constante en el paseo Antonio
Machado de los Jardines del Real. Avanzando entre la multitud, el paseante
anónimo intenta ojear las novedades ofuscado por la marea de libros cuando de
pronto descubre un puesto sin concurrencia. Entre las publicaciones expuestas observa
una que le llama la atención. Parece un ejemplar suelto a la venta, un estudio
de historia del arte sobre arquitectura barroca valenciana que podía enriquecer
su colección. No era un best seller ni mucho menos, pero tampoco
incompatible. O no debiera. No se lo pensó dos veces y lo compró.
Varios siglos de literatura y un
buen número de trabajos sobre el patrimonio artístico valenciano imponen una
ciudad imaginaria entrelazada con la real, como si el lector contemplara el
pasado dentro de un inconcebible túnel del tiempo. Decía Garín Ortiz de Taranco
que Valencia que por coincidencias históricas se había constituido como una
ciudad gótica, halló en el barroco su lenguaje plástico predilecto.
Pero podría
añadirse que también encontró su estilo, el que mejor encajaba con su vitalidad
y su forma de entender la vida. Y ese sustrato ha ido extendiéndose en el
tiempo como una mancha de aceite hasta llegar a nuestros días en un espíritu heredero
de la exageración y el arrebato, el espectáculo y el artificio, a veces rayando
en el esperpento valleinclanesco.
Escribía Sanchis Guarner en La
ciutat de València que “El contrast entre l´esplendor diví i la misèria de
la condició humana, és una de les bases del pensament barroc”, una sensibilidad
nacida en Europa procedente de la crisis del siglo XVII que ocultaba la miseria
con una ostentación y un dramatismo tales que arrastraban al exaltado a
traspasar los límites de la mesura.
Véase la falta de cordura de Ximo la Bola,
el personaje creado por Josep Lozano en El mut de la campana para
comprender el nefasto alcance del paroxismo barroco en la conducta humana. La Valencia
de los trescientos campanarios a la que aludía Víctor Hugo, la ciudad
conventual, tuvo en el barroco una inequívoca identidad en torres, cúpulas
azules, portadas de piedra y una ampulosa decoración interior.
Así, el
paseante, emulando al robinson urbano de Muñoz Molina, comprueba cómo las
calles se vuelven espejos que nos devuelven el reverso de imágenes pretéritas aunque
solo visibles para aquel tipo de flâneur acostumbrado a bucear en la
historia entre cartelas de pilastras, alegorías de virtudes y guirnaldas de
flores alrededor de motivos eucarísticos, concentrado todo en un universo que
fagocita al espectador a las alturas. Motivos reiterados en tantas iglesias
valencianas, como también en los trasagrarios, esos reducidos recintos de
algunos templos situados detrás del altar mayor. Santa María del Grao posee una
interesante como desconocida muestra de esta especie de capilla que comparte la
exuberancia con la severidad neoclásica del resto de la fábrica.
Una alusión
paralela vuela a otra estancia similar, la de Nuestra Señora de Campanar, cuyas
pinturas al fresco, para desconocimiento de muchos, se atribuyen a Dionís Vidal,
el pintor atrapado en el umbral de la invisibilidad del que nadie hablaba por
estar eclipsado durante siglos por su maestro Antonio Palomino y ahora
reconocido tras la restauración de San Nicolás.
El mismo juego de espejos traslada al paseante a la capilla de Santa
Bárbara de San Juan del Hospital, una isla de fascinación barroca en un mundo
medieval, donde el esgrafiado alterna con plafones de formas vegetales y
cartelas en el friso, un escenario que entre inciensos y brillos de capas
doradas en la misa cantada aburrían al pequeño Ulises Ferragut, aquel héroe que
dio vida Blasco Ibáñez en Mare Nostrum.
Sin embargo, Valencia no es Zora, la
ciudad invisible de Italo Calvino que no se borra de la mente, en cuya retícula
cada uno puede disponer de constelaciones de lo que fue su discurso. Tal vez
por la facultad de ser recordada, Zora languideció, se deshizo y desapareció.
No es el caso de Valencia, cuyas credenciales del pasado se olvidan con
frecuencia hasta ser irreconocibles. El paseante lo sabe y tras sumergirse en
los vestigios de otro tiempo, se enfrenta a una ciudad cuyos fragmentos no
fueron protegidos, pues sus derrumbes fueron sustituidos por otra Valencia usurpadora
e incoherente.
A primeras horas de la mañana
flota en el ambiente una fragancia de azahar procedente de los naranjos del
antiguo Hospital. El paseante se abre camino en un campo arqueológico de
columnas y restos pétreos laminados a comienzos de los sesenta ante una ciudadanía
impasible. Sus pasos se dirigen hacia lo
que antaño fue altar mayor de un recinto sagrado bajo la decoración del orden
compuesto de sus pilastras. Tiene la
misma sensación al caminar junto al inexistente Convento de Belén habitado por
religiosas dominicas y antaño situado frente a los vestigios de este viejo
Hospital.
Eleva su mirada e imagina estar a cubierto por la planta de cruz
latina de revoques de hojas de acanto. Entra en el vestíbulo del actual bloque
de viviendas y cree estar en el silencio del jardín del claustro rodeado de dos
cuerpos de arcos de medio punto y pilastras toscanas. La vida y las historias
de este cenobio desaparecieron para el mundo real con su demolición a comienzos
de la Guerra Civil.
De esta manera, el viajero cree que la ciudad se destruye a sí misma
mediante el arma mortífera de la especulación como estandarte de la
indiferencia y la ignorancia. Las mismas actitudes que en las guerras, en las
decisiones políticas, como la desamortización de Mendizábal del XIX y por supuesto
en el fuego de la agitación social de 1936.
Todo un vendaval iconoclasta que no
supo contemplar la obra de arte de manera objetiva, en su justa manera
estética, lejos de la interpretación subjetiva y emocional que tanto daño y
dramatismo aportó al patrimonio valenciano. Durante aquellos días, el humo de
tantos incendios ascendió a los cielos como si manara de un gran horno
provocando una neblina de horror en una exhibición de atrocidades.
El paseante decide volver al jardín del viejo Hospital buscando un dosel
de olivos y jacarandas junto a una senda de columnas segadas. Algunas mariposas
zigzaguean silenciosas encima de los setos. Aturdido, sentado en un murete de
piedra, el paseante pensaba inevitablemente en Ian Sinclair cuando escribió en La
ciudad de las desapariciones: “Pero cuando se apaga el ruido, nos quedamos
con un diccionario geográfico de episodios borrados, y cada desaparición está
representada por un objeto o una imagen al azar: un gabinete de curiosidades.”
Para los amantes de los libros, Valencia es un libro, o muchos. Así, el
paseante vaga a través de una ciudad entre voces procedentes del pasado que
hablan simultáneamente, todo un mundo conectado con algo o alguien que está en
otro lugar, sueña la ciudad que fue al mismo tiempo que camina por ella, como
escribe Muñoz Molina en Un andar solitario entre la gente: “Y se da
cuenta de que no está caminando por la realidad sino en el interior de un
sueño.”
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