Carlos Monsonís. /EPDATodo proceso de transformación social en la historia reciente nace en nuestras plazas y ayuntamientos. Conscientes de esto, las élites de poder siempre han temido la organización popular en torno a las instituciones que, por su cercanía con el día a día de la gente, son capaces de canalizar los impulsos de democratización y justicia social de la población. En un momento en que el Congreso de los Diputados, rodeado de cámaras y micrófonos, determina cada día de qué temas hablarán en la comida nuestros vecinos y vecinas, no hay que olvidar que las ciudades y pueblos son la principal palanca para el cambio en nuestro país.
En sus análisis sobre el proceso revolucionario español de principios del s. XIX, Karl Marx describe cómo la resistencia popular, organizada en torno a las Juntas municipales, consiguió detener la embestida de un ejército francés que había sometido gran parte de Europa, una vez la monarquía borbónica y las élites nobiliarias capitularon frente a Napoleón. Tras la muerte de Fernando VII en 1833, liberales y conservadores sentarían las bases del estado burgués actual, estableciendo un modelo de demarcación provincial que restaba poder a los municipios (y que dura hasta nuestros días) con la finalidad de tener un mayor control político y económico sobre todo el territorio.
No es casual que los primeros planteamientos republicanos, que bebían del comunismo blanquista y las reivindicaciones de los trabajadores del carbón en Francia, tuvieran su principal espacio de influencia en el ámbito municipal. Esta fue una de las principales causas por las que el Estado liberal intentó aplicar una reforma mediante la cual controlaría la elección de los alcaldes en 1840. La medida provocó una movilización popular que acabó con el exilio de la reina regente María Cristina.
Años más tarde, los resultados electorales durante el Sexenio Democrático revelarían el papel de las ciudades como principal bastión de las fuerzas rupturistas y el republicanismo. Este hecho se replicaría en 1931 cuando, tras las elecciones municipales, Lluís Companys proclamara la república desde su balcón, seguido por las principales ciudades del país, lo que culminaría con la capitulación de la monarquía y el inicio de la Segunda República Española.
No hay que olvidar que, años más tarde, ante el golpe a la democracia asestado por el ejército de Franco en 1936, Valencia se convirtió en el último dique de contención contra el avance fascista. La resistencia popular, liderada por el coronel Menéndez y sin ayuda alguna del ejército de Madrid o las Brigadas Internacionales, aplacó los intentos de la rápida y letal artillería italiana a golpe de ametralladora. Como decimos, no hay que olvidar; menos, en una semana en que recordamos que hace 86 años Valencia se convertía en la capital de la República Española, alzándose como el baluarte y último reducto de la democracia en nuestro país.
Una vez muerto el dictador, las élites dominantes seguían temiendo el impulso rupturista proveniente del ámbito local. Tal vez por ello, las elecciones municipales, que tenían que ser las primeras del ciclo político que se inauguraba, se pospusieran para 1979, una vez ya se había delimitado el poder en el parlamento tras los resultados de las generales y el peligro ante la irrupción de una propuesta democratizadora parecía más lejano.
Las plazas de nuestras ciudades se abarrotaron tras la crisis del modelo político que se gesta en la Transición para denunciar a una clase política corrupta que había gobernado plegada a los intereses de las élites financieras. Más adelante, el ciclo electoral de 2015 acabó con el cacicazgo del bipartidismo en las principales capitales del país, inaugurando el período de avances sociales de mayor alcance en nuestra historia reciente.
Son muchos los ejemplos que revelan la importancia de la política municipal y, por ende, lo que nos jugamos en las próximas elecciones a la ciudad de Valencia. La actualidad, marcada por la reacción de las fuerzas conservadoras y su emporio mediático, político y judicial, exige la puesta en marcha de políticas valientes que hagan de nuestra ciudad una referencia en la defensa de los derechos sociales y la democracia. Solo una izquierda fuerte y capaz de plantear un modelo de ciudad sostenible que atienda a las demandas de las clases populares puede hacer de Valencia el motor del cambio.
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