Verónica Alarcón-García. /EPDA Conozco a una mujer que es zorra de libro. Empoderada a más no poder y liberada hasta el punto de invitar a su marido y a su bebé a irse de su casa porque se ha dado cuenta de que esto no es lo que ella quería. 'Cambiar ahora le da pereza' así que prefiere 'comerse el mundo, aunque no se valore ni un segundo'. Ella lo tiene claro: 'está en un buen momento' laboral, ha vuelto a encontrar el 'amor' y 'si alarga y se le hace de día'... ya saben.
Lo que tampoco parece importarle es que para que ella sea una 'zorra de postal', hace falta otra zorra que se lo permita. Esta otra, suegra de rebote, es la que, bien entrada en los sesenta, tiene que hacerse cargo del menor porque su hijo desterrado trabaja todo el día. Vuelta a la crianza, al poco de enterrar a su padre, padeciendo de ciática y al cuidado de su suegra en quincenas alternas.
De cara a la galería, la primera tiene, por supuesto, un par de ovarios por haberse opuesto al sistema patriarcal que la tenía oprimida. 'Ole tú, las mujeres hemos aguantado mucho. Ya es hora de que la cosa cambie'. Mientras que, la segunda, calla y aguanta. No sabe hasta cuándo, pero la cosa no pinta bien. Preparando el desayuno, el cúmulo de cansancio y pensamientos la van calentando... y resuena la canción de eurovisión en la radio. "Zorra, zorra", repite. No sabe si hacia sí misma o hacia fuera.
La libertad de una zorra termina donde empieza la de la otra. Todas esas historias que escuchamos de "zorras pisa cabezas" en el trabajo, en la universidad o en el seno de las familias tienen como protagonistas mujeres criticadas, mayoritariamente, por otras mujeres. Y es aquí donde radica el problema verdaderamente. "No seré una mujer libre mientras siga habiendo mujeres sometidas", escribió Audre Lorde pensando en el machismo del siglo XX. Parece que este feminismo se nos ha vuelto en contra y, lo peor de todo, no es tanto que alardeemos de ello, sino que lo hereden nuestras hijas.
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