Al
darme cuenta de que ya llevamos dos papas americanos seguidos, me
vino a la memoria el título de una obra de teatro de 1925, escrita
por el filósofo existencialista cristiano Gabriel Marcel, en la cual
se muestra la desinstalación existencial de un “hombre de Dios”,
acosado por la ideologías y necesitado de esperanza.
“Roma
ya no está en Roma”…, se dijo esta frase en el siglo I antes de
Cristo, cuando el general Sartorio se enfrentó a la clase senatorial
romana y creó en Hispania un especie de república donde instó a
participar a los jefes indígenas en igualdad de condiciones que los
romanos. La cosa acabó en un baño de sangre bajo la espada de
Pompeyo. En Wikipedia está todo.
En
mi opinión, se está dando un desplazamiento del centro de gravedad
de la Iglesia católica. Si miramos el globo terráqueo teniendo en
el centro al continente americano, con Europa y África a la derecha
y Asia a la izquierda, veremos que nuestro querido Mediterráneo,
cuna de culturas y del propio cristianismo, apenas se distingue,
englobado en una Europa empequeñecida.
Y
es en América, sobre todo en las poblaciones de habla española y
portuguesa, donde existe y crece la mayor parte de la Iglesia
Católica; la cual tiene una problemática diferente a la europea,
pues no se enfrenta tanto a la secularización de la sociedad, sino a
las sectas evangelistas y las desigualdades sociales.
Este
desplazamiento del centro de gravedad mencionado antes, pienso que ha
podido tener un gran peso en la estrategia pastoral del papa
Francisco, en lo que yo llamaría la “globalización de la
romanidad”.
Ser
católico y romano forma una unidad formal y de sentimiento. Una
cualidad pide la otra. La separación de las Iglesias orientales, que
se inició en el siglo V y culmino en el XI, y la secesión europea
de la Reforma en el XVI, fueron y siguen siendo una dolorosa realidad
que escandaliza y hace difícil una tarea misionera que Cristo, el
Señor, quiso que tuviera, como testimonio de credibilidad, la unidad
y el amor: “Para que el mundo crea que tú me has enviado” (Jn
17,23).
Roma
es la sede de los sucesores de Pedro, vertebrador con Cristo cabeza,
del colegio apostólico y de sus sucesores los obispos junto con los
presbíteros. Y esta “romanidad” de la Iglesia, entre otras, ha
tenido la forma de manifestarse en el colegio cardenalicio, cuyos
miembros son “incardinados” en la Iglesia de Roma a otorgar a
cada uno de ellos la titularidad de una basílica o iglesia de la
ciudad eterna, con los rangos de obispos de las sedes suburbicarias,
presbíteros y diáconos.
Pero,
hasta la segunda mitad del siglo XX, los cardenales eran casi todos
europeos, sobre todo del área latina: italianos, franceses o
españoles, y no eran muchos. A la muerte de Pio XII apenas superaban
el número de sesenta.
Con
san Juan XXIII y san Pablo VI se duplicó el número de purpurados y
se abrió el marco de las nacionalidades. Mucho tuvo que ver el
desarrollo de las comunicaciones, sobre todo aéreas, que los
mantenía ahora más cerca de Roma.
Pero
ha sido Francisco el que, en su relativamente breve pontificado, ha
revolucionado la situación, creando cardenales a obispos de todo el
mundo, incluso en países poco poblados o en donde apenas existen
cristianos, como en Mongolia, Irán, Marruecos o la Polinesia.
Si
miramos un mapamundi, comprobaremos que ahora los títulos de las
iglesias romanas están repartidos estratégicamente de modo que
cubren todo el mundo. Al mismo tiempo, con los viajes papales a
países inusitados de la periferia eclesial, como el realizado a
Papúa Nueva Zelanda y Malasia, el Papa Francisco quiso hacerse
presente de modo preferente, con su carisma petrino, en lugares que
nunca había esperado la visita de un Papa. Ahora no sólo nos
sentimos más católicos, más universales, sino también más
romanos.
Se
trata de que son países que antes estaban sometidos al imperialismo
europeo y anglosajón, pero que ahora tienen personalidad política
propia. La misma idea de misión, que parecía dedicada a territorios
colonizados, se ha extendido a todo el mundo. La misma Europa vive en
estado de misión y muchas iglesias pueden seguir manteniéndose
gracias a sacerdotes venidos de ultramar.
Una
asignatura pendiente está siendo superada: la mayor parte de las
congregaciones romanas, algo así como los ministerios del gobierno
de la Iglesia, están ya presididas por no italianos; aunque la
presencia de éstos en los organismos de la Curia Romana es muy
grande. Son razones prácticas de proximidad, pero será cosa de
dejar pasar el tiempo.
Y
todo esto tiene sus consecuencias. La primera es que Roma siempre
será quien presida en la caridad a todos las demás Iglesias, como
decía ya san Ignacio de Antioquía en el siglo II, pero la Católica
no podrá mantenerse sin la solidaridad responsable global de todas
las comunidades.
Otra
es que las iglesias europeas tendrán que dejar su actitud
paternalista, sobre todo hacia las del tercer mundo, situándose en
un plano de igualdad. Lo hemos visto en el reciente cónclave, con
electores de 71 países, donde el voto de un cardenal de Teherán o
del archipiélago de Tonga ha tenido tanto valor como el de otro de
Nueva York o Nápoles.
Y ahí tenemos a Francisco y León. Los dos americanos, pero fruto de
familias que dejaron su semilla italiana, francesa y española en el
Nuevo Mundo, a donde emigraron buscando mejores oportunidades. Dos
papas para quienes su lengua española les facilita la comunicación
con la mayor parte de los católicos. Dos religiosos, jesuita y
agustino, educados en una vida austera y comprometida. Y un papa León
XIV el cual, como general de su orden, ha visitado repetidamente
nuestro país. En Valencia, concretamente, ha estado más de una vez
y ya lo iremos sabiendo mejor.
Me
parece maravilloso. Gracias a Dios.