Una pátina de ablandamiento
y desvirtuación -del mismo ablandamiento y desvirtuación que azota, como viento
helado, el mundo entero-, cubre la fábrica y el espíritu de alguna institución/hato/barraca
civil, económica y cultural que lo fue, arañando su antigua nobleza y desdibujando
su honorabilidad secular porque sus dirigentes han elegido, quizá sin darse
cuenta, la contemporización, la transigencia, la cobardía y el autoclientelismo
gratuito para esquivar las iras del pensamiento único y evitar que le claven la
divisa retrógrada. Quiere decirse que cierto establecimiento, cierta barraca,
cierto hato, antaño crisol de cultura, motor de prosperidad y club de
campanillas, hogaño nada y guarda la ropa, no se pronuncia, de nada protesta y
todo lo acepta, calla y otorga, ambigüiza, difiere y elude hasta que, perdido
el crisol y el motor, ha quedado pura campanilla encanallada en cascabel de
bufón. Esto abochorna su solera y traiciona sus principios, reduciéndolos a la humillación
servilona, en el peor de los casos, a la complicidad indirecta, en los casos
intermedios, y al más precavido y oprobioso elitismo, al más timorato amadrigamiento
en los mejores. El amadrigamiento de una entidad señala el inicio de su
declive, de su ocaso, de su mixtificación, y tiene lugar cuando la entidad rehúsa
criticar el poder político y cierra sus puertas a toda persona que pueda comprometer,
con indiscreciones o rasgos de temperamento, el camuflaje y la tibieza neutraloide
con que la institución trata de atravesar este siglo revolucionario. En una
palabra: que la casa no cede las instalaciones, ni concede interviews, ni apoya en absoluto a quien formule preguntas que la
obliguen a retratarse; que todo el interés de la barraca gira en torno a la
recepción, el protocolo, el codeo y la bambolla; y ríe, y contemporiza, y aplaude
lo que haga falta con tal de seguir la vida bella y guatequera, vestir de gala,
darse postín y formar parte de la jet,
de la high, del ejambre vip que zumba y liba entre los
floripondios del poder.
La cosa cambia, sin embargo, cuando el advenedizo no es un
paria, sino un personajote, un figurón de sólido prestigio y gran popularidad.
En tal caso la institución se descerraja, quita la cadena de aprensión, levanta
el travesaño de requilorio y escrúpulo, tiende la estera bermeja y ofrece a la
celebridad forastera, totalmente gratis, la pista central que suele cobrar al
indígena. Es cosa de ver la solicitud, la oficiosidad y la lisonja de los insignes
dirigentes del cotarro para con el eximio pajarón, tan aficionado como ellos al
boato y la soirée, y que sabe a las
mil maravillas el arte de hablar sin mojarse, de convertir su nombradía en
halago, de nadar y guardar la ropa junto a sus anfitriones. Entrada expedita
para el feriante de vanidades, pero almena y tronera, suspicacia y desvío para
el anónimo, que no atrae muselinas y faetones, aunque tiene mucho y bueno que
aportar. Cierto rótulo ha quedado huero, mero epígrafe sin contenido,
frontispicio grandilocuente para un chamizo indigno que perdió su enjundia y se
volvió fatuidad, cabrilleo y far niente.
Crisol que fue de la razón, el progreso y el arte, vive hoy en un silencio aterrado,
en una inquietud ansiosa de nobles atrapados por la revuelta, medrosos de
perder sus privilegios y muy agradecidos de que les permitan, al menos,
paladear de vez en cuando las delicias de los viejos tiempos: organizar espejismos
de baile y librea, de cena y carruaje, de humanidad escindida en señores y
mucamos. No es difícil, porque a los que mandan -proletarios de boquilla y holgazanes
apoltronados- les gusta la opulencia más que a nadie, así que dan su permiso a
condición de que la peña, la barraca, el hato de marras no haga mohínes,
disimule su esencia y arregle saraos donde los politicastros de calle se
sientan pollos de alcurnia. Mercadeo de vanidades. O monos espulgándose. Como
usted prefiera. El caso es que un conocidísimo establecimiento/hato/cuadrilla/club
antepone la ceremonia, la mundanidad, el tiovivo, la ropa y el nivelazo a su
cometido y su razón de ser; que sacrifica su identidad para que los revolucionarios
le dejen satisfacer -invitación mediante- su nostalgia compulsiva del antiguo
régimen.
Esta es una de tantas cosas que no se dicen, pero que son
tan ciertas como el berrinche que descompone a los aludidos cuando las oyen.