El prolífico escrito Robert Harris tiene entre sus títulos más destacados la trilogía sobre la vida del filósofo y político romano Cicerón o Cónclave, una obra que ha suscitado la película del mismo nombre que recrea los detalles de la elección de un papa ficticio. No obstante, hurgando entre su amplia bibliografía, se encuentra una novela sorprendente: El despertar de la Herejía.
Relata una época futurista. Lo hace con una distopía crítica en la que recrea un mundo que ha superado el hundimiento de la tecnología y ha retornado, por obligación tras una especie de apocalipsis del que se borra oficialmente toda referencia, a la Edad Media. La protagoniza un joven clérigo que trata, arrastrado por las circunstancias que se desencadenan, de descifrar cuál constituyó la causa del final de los tiempos pasados.
En su búsqueda, para la que recaba la ayuda de una aristócrata venida a menos y de un terrateniente aprovechado de la coyuntura de miseria y desconfianza que le rodea, descubre objetos que en la actualidad forman parte de nuestra perspectiva diaria (léase un ordenador, o un coche) pero que en ese futuro suponen un sorprendente anacronismo moderno.
En cualquier caso, el gran enigma que envuelve la obra y que azuza la curiosidad de los protagonistas gira en torno al motivo por el que terminó el mundo del pasado, mucho más evolucionado que el que viven y que se sitúa alrededor del año 3000. La hipótesis que barajan, avivada por la escasa documentación en papel –por supuesto- que logran reunir, consiste en que el final lo provocó una suerte de estallido tecnológico. La civilización terminó engullida por su abuso y dependencia de la tecnología y su incapacidad para sobrevivir sin ella.
En efecto, el pasado 28 de abril esa visión –que espero que no se trate de un augurio ni profecía con la capacidad de acertar del clásico Tiresias- de Harris me martilleó. La pérdida de electricidad generó un efecto cascada que derivó en una implosión del sistema. Ni internet, ni transporte ni nada que dependiera del suministro eléctrico, que supone muchísimo más, como hemos comprobado, de lo pensado a priori.
Lo ocurrido, por suerte y pese a la falta de explicación oficial, a las críticas traducidas en memes y a los bulos que carcomían las redes sociales y oscurecían la información fidedigna, pasó pronto. Ya, relativamente rápido para una sociedad acostumbrada a disponer de las máximas comodidades en cada momento, como si todo lo logrado fuera un derecho eterno y no un lujo o ventaja pasajeros.
No obstante, constituye un serio aviso de lo que puede ocurrir cuando, por un error, todo se desbarata. En la Comunitat Valenciana últimamente estamos saturados de estas advertencias. Entre el incendio del edificio de Campanar vinculado a un fallo doméstico y la dana mortífera y destructora del 29 de octubre del pasado año, vivimos en una zozobra constante. A escala estatal desde la pandemia, hace tan solo cinco años, no había ocurrido algo similar. Quizás ahora comprendan en el resto de España parte de lo que sufrimos en la ciudad y en la provincia de Valencia.
De cualquier modo, mal de muchos solamente es consuelo de quien se conforma con eso. No solventa nada más allá del pataleo o de la tristeza en cooperativa. Ante avisos que desnudan ese vestido ficticio que tapa las carencias de nuestro sistema y la fragilidad humana necesitamos prevención. Si todo cae que no sea por no haber intentado que se mantenga en pie. Ojalá hayamos aprendido la lección de que la tecnología, por muy innovadora que sea, no tiene halo de divinidad ni resulta infalible.