Vivimos tiempos en los que la literatura se confunde con el producto editorial. Se premia la presencia, no la exigencia. Se alza al autor, no a la obra. Se aplaude el eco, no el trabajo.
Como escribió Juan Goytisolo, la censura ya no es ideológica ni religiosa: es comercial. Se ejerce desde los algoritmos, desde los catálogos, desde el ritmo de novedades que devora lo que no rinde. No hay inquisidores, pero sí programadores de tendencias.
Arturo Pérez-Reverte lo dijo sin rodeos hace apenas unos días: muchas editoriales libran hoy "una sórdida guerra comercial por hacerse con autores y, sobre todo, autoras de moda". No importa si saben escribir o no. Para eso están los editores o los llamados "negros literarios", que completan ideas a medio perfilar entre maquillajes de plató o notas en el móvil. Lo relevante no es la calidad: es el nombre, la audiencia, el trending topic. "La vanidad, la mediocridad y la estupidez", afirma Pérez-Reverte, "están haciendo hoy a la maltratada palabra novela un daño irreparable".
Y, sin embargo, todavía hay quien escribe sin padrinos ni linaje, sin consigna ni algoritmo. No para sumarse al flujo, sino para pensar al margen. Desde esa intemperie -más ética que estética- sigo escribiendo.
Porque el lenguaje también ordena, clasifica, excluye. Y en literatura, eso se percibe con más nitidez que en ningún otro lugar.
Hay un filtro -silencioso, pero eficaz- que vuelve rareza todo lo que no rinde, no se adapta o no obedece al ritmo de los focos. Se celebra el texto que llega con editorial, con agente, con padrino. Se confunde el libro con su nota de prensa. Se olvida que escribir, si significa algo, es exigencia. No tendencia. No clic.
Por eso no escribo desde el centro. Ni desde el gesto. Escribo para sostener una voz cuando el foco apunta en otra dirección. Para decir lo que no se aplaude, pero pesa. Porque algunas cosas no se dicen solas.
Y la literatura -cuando se sostiene sin blindaje- aún puede ser ese lugar donde decirlas.