El último grito en materia de pagos ya no es el teléfono
móvil, sino la mano. Pone uno la mano y paga, o la mano se pone ahora para
pagar, cuando siempre se había puesto para pedir. Y no deja de tener su gracia
conmovedora, su punto de lírico patetismo el alborozo, la inocente alegría o
tristísima obtusez, el inexplicable abandono, la irreflexiva credulidad con que
la gente, la masa, la plebe ha hecho suyo el sistema, o, en términos
equivalentes, ha puesto el cuello de sus actividades cotidianas en el tocón del
verdugo administrativo. Pagando con la mano se siente menos todavía cómo se va
el dinero, aunque lo importante aquí no es, por mucho que alguien pretenda que
lo parezca, la mayor o menor percepción del dispendio. Lo importante, lo
significativo y lo peligroso de pagar con la mano es que ponerla en el
dispositivo es ponerla en el fuego del gran hermanastro, perder el último
vestigio de privacidad monetaria e informar a la cúpula del trueno de que adquirimos
un ventilador a las doce y cuarto en Benifayó, tomamos un taxi en Valencia o repostamos
en Cedrillas. El asunto es grave, pero comprensible si tenemos en cuenta que a
la masa rebelada, muy consciente de su vulgaridad pero nada preocupada por ella,
no le molesta ni le inquieta que los de la gabela invadan su intimidad económica.
Ya es costumbre popular exhibirlo todo, con pelos y señales, en la red antisocial.
Aún quedan, sin embargo -minoría, sí, pero minoría de lo suyo enamorada-,
quienes prefieren que nadie, y menos la junta burocrática, sepa dónde han
tomado un tentempié o han puesto gasolina. Por celo de su privacidad, por
supuesto; pero también para que la corporación de la exacción quede al margen
del uso que dan al escaso remanente que les deja el IVA y el IRPF. Así, lo mismo que dan lástima los que se lanzan alborozados
a pagar con la mano, a pregonar su remanente sobre la tablilla electrónica del
trueno, reclaman comprensión quienes piden libertad y anonimato para operar con
los despojos de sus emolumentos; para conservar al menos la pequeña, la
inofensiva, la candorosísima honrilla de recatar sus gastos irrelevantes. Una
rebeldía incruenta, si bien se mira; un pataleo infantil o desahogo
intrascendente; un lenitivo, en las compras mínimas, para el reconcomio de ver que
de la nómina -veinte por ciento por las buenas, veintiuno más en concepto de IVA y otro veinte, si se da el caso, como
impuesto de donaciones- sólo queda un mísero y humillantísimo treinta y nueve
por ciento. Esto explica la fruición que a muchos -cada vez menos, ya digo,
según aumenta la ignorancia- sigue produciéndoles el metálico. Pagar en
metálico. Guardar el metálico. Y huir, si el metálico es pensión, de las
trampas y los cantos de sirena, de las hipotecas inversas y las ofertas del IMSERSO como del infierno que por un cráter
surgiera. No quedan muchos pasos, tras el pago con la mano, para suprimir el
metálico, para que la cupulona tenga conocimiento hasta de cuándo compramos
pipas al guacamayo. Y para que pueda impedirnos el pago, bloquearnos la cosa,
ensogarnos la mano cuando le salga de las narices. Y lo peor es que no hará
falta ninguna imposición: las muchedumbres, que ya pagan risueñas con el móvil,
que ya no llevan metálico encima, que penetran jubilosas en la nasa del
quebranto, se avendrán, radiantes de felicidad, a pagar con la mano, a que la
bruja cibernética les cante la malaventura, les hunda la cala y les fiscalice
hasta los tuétanos.