A veces, la valentía no levanta la voz. No busca foco ni necesita testigos. A veces llega cuando todo parece perdido. O ni siquiera termina de llegar, pero deja huella. Porque también hay valor en quien resiste por dentro, en silencio, sin medallas ni discursos.
En la Guerra Civil, dos figuras marcaron, por el bando nacional, el pulso de esa valentía compleja. Moscardó resistió en el Alcázar de Toledo y fue elevado a símbolo. Rey D'Harcourt, jefe de los sitiados en Teruel, también resistió hasta el límite, pero se rindió para evitar muertes inútiles. Ese gesto -profundamente humano- lo condenó al margen, que es tanto como decir a la traición. No lo reivindico. Pero tampoco lo desecho. No todo lo que rompe el mito es cobarde. A veces es simplemente humano.
Del otro lado, Benjamin Iseli, comandante republicano y poeta, vio cómo 46 de sus hombres -los que habían conquistado Teruel a los rebeldes- eran fusilados no por el enemigo, sino por su propio bando. Fusilados por desobedecer una orden. No consta su defensa. Se exilió con una carga que nunca verbalizó. ¿Por miedo? ¿Por desgarro? No lo sé. Me gustaría juzgar a Iseli -porque al hacerlo uno se eleva, aunque sea un instante, sobre el otro-, pero no me atrevo. Es fácil juzgar. Siempre lo estamos haciendo.
La valentía no siempre se exhibe. A veces se contiene. Como Penalba, personaje de mi novela Mientras el río fluye, que asiste al abuso sin intervenir. No por indiferencia, sino por esa parálisis ética que a veces provoca el exceso de conciencia.
Y no: valentía no es temeridad. Ser valiente no es solo afrontar el peligro, sino también evitarlo cuando no hay deshonra ni motivo para afrontarlo. Eso ignora el temerario: instalado en las antípodas de la prudencia, cree que solo hay dos opciones -lanzarse o huir-. ¿Es un cobarde con ínfulas, como dijo Aristóteles? Tal vez. Lo seguro es que es un irresponsable. Peor aún: alguien que disfraza el miedo de valentía para no tener que pensar.
Tampoco la prudencia es cobardía. Ser prudente es calcular. Ser cobarde es esconderse. Y no hay mayor cobardía que la que se ampara en el grupo: la de quien no actúa sin la seguridad del rebaño. Esa fuerza falsa que borra la conciencia individual.
Hoy, esa cobardía camuflada encuentra eco en los institutos. No siempre se agrede por maldad: a menudo se agrede -o se consiente- por miedo a salirse del grupo. A veces son solo silencios, risas flojas, miradas que esquivan. Por eso sigue teniendo sentido -incluso simbólico- el rap de El Langui: "Se buscan valientes / que expresen lo que sienten / que apoyen y defiendan al débil y al inocente."
Hace unos días asistí a la fiesta de fin de curso de mi hijo. En el colegio representaron ese rap. Mi hijo Blas bailó con el grupo. Me pareció importante que lo cantaran. Porque la valentía no siempre es épica. A veces basta con no reír una broma.
La historia encumbró a Moscardó; a Schindler, que salvó vidas en pleno horror; a Sophie Scholl, que desafió al nazismo con octavillas… pero no hace falta una guerra para ser valiente. Basta una injusticia mínima y alguien que no calle.
No todas las resistencias llevan uniforme ni pancarta. Algunas solo visten dignidad. Y son esas, muchas veces, las que evitan que el mundo se desmorone por completo.
Blas Valentín Moreno