Susana Gisbert. /EPDA La pasada semana se celebraba el día mundial del ballet. Uno de esos días temáticos celebrados con múltiples manifestaciones por quienes ya están en ello, y casi ignorados por el resto. Por paradójico que resulte, casi lo contrario de lo que se pretende con la asignación de estos días, que es visibilizar más allá de quienes conocen la cuestión de que se trate.
No obstante, quienes amamos el ballet lo celebramos, como lo celebramos cada día, ni más ni menos. Bailando y viendo bailar.
Cuando un día, hace muchos años, la niña que fui le decía a mi madre que quería hacer ballet, ella se quedó de pasta de boniato. Nadie en mi familia ni en mi entorno tenía ninguna relación con la danza en mis escasos cinco años de niña redondita y feliz. Mi madre le quitó importancia y quiso dejar que el tiempo me hiciera olvidar lo que creía que era un capricho. Pero se equivocó de medio a medio, e insistí hasta conseguir que me apuntara. Desde aquel día, el ballet entró a formar parte de mi vida y nunca ha dejado de hacerlo, de una u otra forma. Una decisión de la que jamás me he arrepentido.
Poca gente conoce los sacrificios que la práctica del ballet entraña. Las llagas y las heridas de los pies, los dolores de las articulaciones o el tiempo restado al ocio. Pero poca gente conoce el gozo que supone, capaz de convertir todos esos sacrificios en poco más que un peaje que se paga gustoso con tal de obtener el premio de la danza.
Estoy segura de que hay quien no me comprende, y también quien ni siquiera se molestará en hacerlo. No saben lo que se pierden.
Hace algo más de cuatro años, después mucho tiempo en la retaguardia del ballet, dedicada solo a labores de espectadora y madre de bailarina, volví a ponerme maillot y zapatillas. Juro que lloré de emoción después de la primera clase, y hoy todavía lo hago alguna vez cuando mi mente me recuerda que mantiene la misma ilusión de aquella niña de cinco años, y mi cuerpo le responde con todas sus ganas.
Desde que volví, no me pierdo una clase de ballet de ninguna manera. No sé si una catástrofe nuclear podría lograrlo, pero, más allá de eso, nada ni nadie me priva de mis horas semanales de felicidad. De absoluta felicidad. Porque eso es para mí el ballet. Nada más y nada menos.
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