Rafa Escrig.
De
repente me sorprendí a mí mismo manteniendo la clásica
conversación de autobús, sobre nuestras dolencias y la medicación
que tomamos. Me refiero a esa conversación que tanto odio y que
tanto se prodiga en los autobuses, en la que cada uno de los
participantes más bien parecen contendientes que compiten por estar
peor y tener más achaques el uno que el otro. Pues sí, parece que
todo nos llega en la vida, sólo hay que esperar a tener la edad
suficiente para comprobarlo. Ahí estaba yo, oyendo los males ajenos
y contando los propios, como cualquiera de esas personas a las que
tanto critico por hacer lo mismo, sin tener el más mínimo recato en
explicar con todo detalle sus enfermedades y sus operaciones a
cualquiera que se ponga por delante. Al momento se acercó a nosotros
una tercera persona conocida que nos puso al corriente de sus males
en la cadera y de la operación de su cuñada. Una señora que había
sentada delante de nosotros, asentía con la cabeza dando muestras de
que conocía de sobra esas operaciones, contándonos que a ella la
había operado el mejor especialista y no había quedado muy bien.
Cuando quisimos darnos cuenta, ya habíamos llegado a nuestra parada.
Bajamos los cuatro con prisas y nos despedimos como grandes amigos;
ya no nos dolía nada. Y aquí se acaba el cuento. Así que voy a
aplicarme eso de que nunca digas que de esa agua no vas a beber,
porque al final, por uno u otro motivo, bebes de ella, y a grandes
sorbos.
Todo
esto me demuestra que hablar sobre las enfermedades que uno tiene, es
algo totalmente natural e inevitable, y no lo digo porque me haya
ocurrido a mí también, sino porque cuando no existe una
conversación planificada; cuando la conversación comienza de manera
espontánea sin un motivo ni una necesidad previa, es cuando nuestras
neuronas cerebrales echan mano de sus habilidades y sacan de la
reserva de las estupideces, esas frases hechas en las que hablamos
del tiempo que hace, de las enfermedades que nos aquejan o de los
nietos que tenemos y lo mayores que se han hecho. Es algo que surge
de forma espontánea y que practicamos como el aperitivo para una
conversación más profunda. Lo que ocurre es que la mayoría de
nosotros no tenemos capacidad suficiente para sostener conversaciones
profundas y entonces nos quedamos en el aperitivo. La otra razón es
el corto trayecto del autobús que no da para más, porque no quiero
imaginar un trayecto de dos horas hablando del mismo asunto. En la
próxima ocasión que escuche a dos personas contándose todas sus
enfermedades, seré más indulgente con ellos y trataré de
comprender que es algo que le puede pasar a cualquiera de nosotros
como, de hecho, nos pasa.
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