Carles López Cerezuela. Uno de los debates más
acalorados de la comunicación es la implicación del periodista con su
entorno. La decisión de si debe formar parte de la realidad de la que informa.
En el trasfondo está la pretensión de objetividad como si la realidad fuera un
conjunto de microbios que poner bajo el microscopio. Es evidente que le
periodista forma parte de la realidad de la que informa. Otra cosa es que se
deje llevar apasionadamente por ella.
En 1963 Kevin Carter ganó
el premio Pulitzer de fotografía por una fotografía en la que aparecía un niño
en cuclillas y un buitre detrás abriendo las alas. La fotografía se tomó como
una alegoría de la situación de África acechada por el capitalismo. La
realidad es que el niño estaba cagando y el buitre esperaba su ración de
comida. Sin embargo, a Carter se le recriminaba por ejemplo por qué no intervino
para ayudar al niño. En el periodismo de guerra es una decisión difícil. Ayudar
o retratar.
Al final el aluvión de
críticas, el terremoto de desgracias que había vivido como fotógrafo y otros
grandes desordenes de la personalidad de Carter le llevaron al suicidio años
después.
Ya no hay desgracias de
marca blanca. Ahora si quieres que tu desgracia sea visible necesitas que
tenga marca. Necesitas un ERE mediático como el de Coca Cola o el de Canal 9
para que la gente te siga. Necesitas una desgracia viral para que la gente la
entienda. Hasta ahí hemos llevado la cultura del ojo.
Si los 15 inmigrantes
muertos en Ceuta no hubieran tenido cámaras grabando la versión de la Guardia
Civil sería la única. Sería la verdadera. Ahora sabemos que mienten.
Por eso, la próxima vez que
se cometa un abuso ante ti no protestes, no intervengas, cállate. Pero graba.
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