José Aledón
José AledónEs ya un viejo tópico eso de que “se lee poco”. Es posible
que se lea poco, si por leer entendemos vérselas con una obra literaria o con
un enjundioso artículo periodístico. Sin embargo, hoy se escribe y lee más que
nunca gracias a que, afortunadamente, el analfabetismo se ha erradicado en una
buena parte del mundo pero, sobre todo, gracias a poner a la disposición de la
mayor parte de la humanidad la telefonía - y escribanía – móviles.
Debemos pues convenir que nadie es ajeno ya a la comunicación
escrita, principalmente a la encapsulada en breves y curiosos vehículos con
nombre exótico: Twitter, WhatsApp, etc., vehículos en los que anda instalado el
personal una buena parte del día y - en casos cada vez más frecuentes - de la noche, personal que en tiempos no tan
lejanos generaba respetables cantidades - sobre todo en el mundo anglosajón - de
diarios íntimos (es un decir) y de cartas, muchas cartas.
Es cierto que todavía circulan - porque se escriben – muchas
cartas, pero esas tienen poco interés literario, pues suelen ser comunicaciones
oficiales y comerciales de contenido más bien árido y prosaico.
Estas líneas tienen que ver con otro tipo de carta, es decir,
con esas cuartillas manuscritas o mecanografiadas que, cuidadosamente plegadas,
contenían casi todo el repertorio de las
pasiones humanas y que introducidas en un sobre en el que se hacía
constar el nombre y dirección del destinatario y del remitente, una vez
debidamente franqueado, se introducía en otra antigualla llamada buzón de
correos.
Es a esa carta a la que queremos dedicar hoy una elegía en
forma precisamente de carta abierta, como esos féretros de personajes públicos
que permanecen abiertos siempre más tiempo de lo razonable.
El escritor de cartas, incluso el que escribe cartas, es hoy
una pieza de coleccionista. El cartero ya no llama dos veces. Se ha roto un
hábito de milenios, pues ya en la lejana Mesopotamia babilonios y asirios
escribían sus cartitas de arcilla; los egipcios sus misivas en papiro; los
griegos hasta usaron las ostraka
(siempre ha habido excéntricos) para expresar su opinión; los elegantes romanos
emplearon pulidas tablillas enceradas y, ya con el islam español reinó
indiscutido el papel (tan sufrido).
La correspondencia epistolar ha sido tan importante que el
Estado siempre quiso tenerla bajo control a pesar de la competencia de
escribanos a sueldo que, apostados en las puertas y mercados de las ciudades,
ofrecían sus habilidades a comerciantes y curiosos. Los romanos ricos disponían
hasta de esclavos amanuenses.
La Edad Media fue pródiga en cartas, teniéndose como modelo
las de Cicerón y Alcuino de York. El primer servicio postal público de Europa
lo creó un tal Bernat Marcús en la Barcelona del siglo XII, perfeccionándolo y
extendiendo sus servicios otro catalán llamado Pere Marenes en 1166 bajo los
auspicios de la Cofradía de Ntra. Sra. de la Buena Guía. En Valencia el
servicio de correos lo organizó en el siglo XIV la Cofradía de Ntra. Sra. de
los Ángeles. Hubo verdaderas luchas y pleitos entre los nobles por obtener el
privilegio de ser Maestro Mayor de Hostes y Postas en los distintos reinos
peninsulares.
Son fechas importantes en la historia de la carta los
primeros años del siglo XV, cuando se reconoció el principio del secreto en la
correspondencia, legislándose y castigándose severamente su infracción; 1726,
año en que Campomanes ordenó que las cartas se depositaran en buzones y los
años veinte del siglo XIX cuando el inglés Brewer inventa el sobre que hoy
conocemos.
La carta forma parte indisoluble de nuestra cultura,
atreviéndonos a asegurar que constituye su misma base, pues aunque el
cristianismo se difundió oralmente en un principio, fueron fundamentales para
su extensión por el mundo entonces conocido las cartas o epístolas que algunos
apóstoles dirigieron a grupos de creyentes constituidos en iglesias.
Muchos autores de primera fila no han tenido empacho alguno
en titular obras maestras como Cartas
inglesas (Voltaire); Cartas persas (Montesquieu);
Carta sobre los espectáculos
(Rousseau); Cartas marruecas (Cadalso);
Cartas desde mi celda (Bécquer), etc.
Es en el epistolario de los grandes hombres y mujeres que en
el mundo han sido donde bucean los investigadores para tratar de atar los cabos
que han dejado sueltos tanto la obra como la vida pública de esos personajes.
Pero es en la incidencia que siempre ha tenido la carta en el
común de los mortales donde hallamos su gran valor, pues el género epistolar ha
sido el más profusamente usado entre conocidos, constituyendo parte de su
atractivo la gran semejanza existente entre una carta y su autor. Nada hay tan
personal y revelador como una carta manuscrita. La carta permite ejercitar la
imaginación, cabiendo en ella desde la efusión del más exaltado amor hasta el
patetismo de la carta al juez del
suicida cívico. Admite muchas formas y variantes, pues cartas en sentido lato
son los graffiti, los tatuajes y
carta es el desesperado mensaje en la botella del náufrago clásico. Puede ser
breve su contenido, yendo desde aquel “?” que un Víctor Hugo interesado por la
marcha de las ventas de Los miserables le
escribiera a su editor o puede ser tan prolijo como el de las que el político
japonés Uichi Noda le escribió a su mujer durante sus numerosas y largas
ausencias, dejando para la posteridad 25 volúmenes de ellas.
Hay que leer, pero tampoco estaría nada mal volver a escribir
cartas, aunque sea a través del correo electrónico.
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