Nos
encontramos conmemorando un año más una fecha trascendental en
nuestra historia reciente, aquella en la que todos los españoles nos
dimos una nueva Constitución, la del 78, fruto del mayor ejercicio
de generosidad de aquellos que la hicieron posible para poder superar
un pasado marcado por el enfrentamiento, el odio y la venganza.
Son
tiempos convulsos en los que la inanición intelectual de una
sociedad enferma busca culpables a los que cargar con la
responsabilidad de sus males. Unos males mayoritariamente
consecuencia de la propia hipocresía y una envidia malsana, la
propia gangrena del alma española que detallaba Unamuno. Males que
ahora se centran en enterrar el Texto del 78 desde los pesebres
intelectuales de la izquierda, que se olvidan del gran papel
vertebrador que ha jugado nuestra Carta Magna, heredera de una
convulsa tradición constitucional desde el siglo XIX.
Nuestra
Constitución ha permitido que los españoles pudieran sentirse
representados y amparados, estableciendo un marco donde las
Libertades y los Derechos de cada español encontraran su acomodo,
permitiendo la mayor descentralización política de nuestra
historia, garantizando una estabilidad política e institucional sin
precedentes y forjando una cohesión social como nunca se había
conseguido, con una clara vocación europeísta y un espíritu
internacional que nos ha permitido disfrutar de los años de mayor
progreso de nuestra historia reciente.
La
cuestión no está en hacer borrón y cuenta nueva para relegitimar
el Texto constitucional por aquellos que dicen no sentirse
representados, sino en perfeccionar y desarrollar desde la lógica
regeneracionista y con voluntad de negociación la Carta Magna. La
crisis política que nos sacude es aún más grave que le económica,
al generar una desafección hacia el sistema institucional agravada
por una sensación generalizada de corrupción. Por ello su revisión
debe contar con el consenso y la voluntad política necesarios para
situarnos en el horizonte de las próximas décadas y generar ese
marco de estabilidad y progreso que nos haga crecer como sociedad.
Porque las Leyes se pueden cambiar, pero no violentarlas.
La
crisis de legitimidad y la vorágine demoscópica están propiciando
una precipitación peligrosa. La apuesta de algunos por llegar a un
nihilismo constitucional aprovechando la crisis de la
representación política y sus correspondientes sistemas
electorales, no puede conseguir su objetivo de seguir manipulando o
controlando el proceso representativo por los partidos políticos,
socavando así los cimientos del Estado, su organización y
funcionamiento. No se puede relativizar la Constitución al albur de
los partidos políticos para generar una partidocracia. Y esta
cuestión es difuminada hábilmente por los apóstoles del socialismo
del siglo XXI, el mejor exponente del nuevo absolutismo ideológico.
No
se puede acometer esta Magna tarea sin tener muy claro hacía donde
queremos ir, sin experimentos ni ocurrencias, para poder superar el
problema de la cultura de la legalidad, esa falta de compromiso moral
con las leyes que desarrollaba Kholberg y que deben ayudarnos a
transformar la cultura cívica.
Debemos
generar un debate que no ponga en cuestión todo aquello bueno que el
Texto constitucional nos ha proporcionado. Una revisión de todo
aquello que está generando incertidumbres y que socava ese concepto
formal heredero del pensamiento liberal, para afirmar la autonomía y
libertad del individuo frente al Estado.
Populistas
y nacionalistas cuestionan la obra Magna de la Transición buscando
un nuevo proceso constituyente que les legitime. Es hora de acometer
una segunda Transición para empoderar a ese demos que
necesita sentirse realmente protagonista de la acción política. Un
nuevo demos que no quiere sentirse arrastrado, ni forzado por
los nuevos profetas de la democracia. Para ello, en palabras de
Ortega, no hay nada como la Política. Política que significa una
acción sobre la voluntad indeterminada del pueblo, no sobre sus
músculos, una educación, no una imposición. No se trata de dar
leyes, es dar ideales.
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