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No
seré yo quien intente defender hechos o actitudes que resulten
indefendibles, pero tampoco quien se alíe con ataques
indiscriminados hacia cualquier cosa que se mueva en el ámbito de la
política por el mero hecho de pertenecer a esta noble actividad. En
las últimas semanas, estamos asistiendo a un bochornoso espectáculo
de casos de presunta corrupción que, de confirmarse, van a ser la
representación gráfica de una etapa negra, no la primera, de la
historia de nuestra democracia. No todo se ha hecho tan mal y que no
todos han utilizado la política para su servicio personal. Siendo
necesaria una redefinición de las formas de la política y de la
relación participativa que esta tiene con los ciudadanos, no podemos
caer en la tentación de demonizar, porque sí, a todos los que a
ella se dedican. La corrupción es un problema serio y determinante
para la estabilidad democrática de una sociedad, y debe tratarse con
la firmeza y la seriedad que requiere. Frivolizar con ella es crear
una alarma social y un estado generalizado de desconfianza en la
gestión pública que nada aporta a una pacífica convivencia
ciudadana.
Sin
ir más lejos, hace una semana, sentí vergüenza de oír como se
dedicaban minutos y minutos de información y tertulias radiofónicas
al bote de gomina que había cargado al Ayuntamiento, el alcalde
podemita de Zaragoza. Me resulta más sorprendente un cargo público
de Podemos que usa gomina que el hecho de que el Ayuntamiento se haga
cargo de los 15 euros que costó el aseo de su alcalde. No seamos
ridículos. Un país que entiende normal que se pague varias decenas
de millones de euros por contratar los servicios de un futbolista, no
puede escandalizarse por un gasto de 15 euros en gomina o porque un
alcalde reciba un regalo, de pequeño valor y sin contraprestación
esperada. Cordura, por favor, cordura.