Carlos Gil. He de confesar que, cuando Pedro Sánchez nombró, en junio de 2018, su Gobierno de estrellas, hubo algunos nombres que podría decir que hasta me gustaron. Uno de ellos, como no podía ser de otra manera, era el del ministro de Interior, el juez Grande-Marlaska. El tiempo me ha quitado la razón y me ha dejado claro que no había motivos para tanta alegría.
No descubro nada al decir que, en España, vivimos una situación política de "cierta tensión". Las negociaciones, o lo que sea eso que está haciendo Sánchez con la intención, al menos aparente, de lograr su investidura, junto a las que aún se mantienen en algunas comunidades autónomas, estiran el tablero político y abren una brecha creciente entre los bloques diseñados a izquierda y derecha.
En una situación así, lo que menos conveniente resulta es que un ministro de España cargue contra una formación política por sus pactos con lo que ellos han dado en llamar "extrema derecha". Debo reconocer que oír a cualquier representante del PSOE criticar un acuerdo entre partidos, me provoca vergüenza ajena, pero oír a un ministro socialista cuestionar la legitimidad de un partido político por haber alcanzado acuerdos con Vox se acerca a la inmoralidad.
¿Habrá que recordar quienes han sido y quienes son los socios del PSOE en el último año? ERC, Bildu, PDeCAT, Geroa Bai... Todos ellos, según quiere hacernos ver el PSOE, garantes de nuestra Constitución y defensores a ultranza de los derechos humanos, ¿no? ¿De verdad que, con esos antecedentes, pueden cuestionar algún tipo de acuerdo? La estrategia del PSOE salta a la vista: divide y vencerás o, dicho de otra forma, o conmigo o contra mí. Su carga contra Ciudadanos muestra a las claras que su único objetivo es cuestionar y condicionar cualquier acuerdo que no ayude a formar gobiernos socialistas. Pero de ahí a cuestionar su presencia en cualquier evento de relevancia social va un trecho largo. Ciudadanos tenía tanto derecho como cualquiera a participar en el desfile del día del orgullo. Precisamente, porque, si en cualquier momento el orgullo pretende identificar su reivindicación con un determinado color político, habrá perdido todas sus opciones de representar a un importante sector de la sociedad que debe situarse por encima de cualquier ideología.
Grande-Marlaska se equivocó al hacer esas valoraciones. Defenderlas ahora como "una crítica política a una actuación política" no es más que abundar en el error. Declaraciones como esas justifican el uso de la coacción, la violencia y el "todo vale" contra formaciones políticas que, como en este caso, pretenden participar en una causa que debe mantener un carácter apolítico si quiere ser realmente representativa. Mal vamos si esa es la forma de reivindicar la igualdad y la integración social de cualquier colectivo. O situamos la política por encima de los intereses políticos, o, en poco tiempo, estamos poniendo en riesgo todos los avances democráticos de casi medio siglo.
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