Javier Mateo Hidalgo. /EPDA
Berlín,
1950. Sólo cinco años después del final de la II Guerra Mundial,
el músico Sergiu Celidibache dirigía a la Berliner Philharmoniker
sobre los restos de la que había sido sede de la orquesta durante
sesenta años. En ese lugar, aquel joven director ejecutaba otra
pieza del compositor: la Obertura de Egmont. Resulta difícil
describir la fuerza que aquellas imágenes transmiten; su capacidad
sugestiva, lo mucho que impresionan, no sólo por la fuerza de la
música en sí y su puesta en escena -llevada de forma tan enérgica
por la juventud del rumano, de aspecto tan zíngaro-, sino por el
sentido que la resurrección de Beethoven tenía en aquel
emplazamiento, en aquel momento. Una Berlín arruinada, donde su
Historia, su pasado material (su patrimonio) se reducía a
innumerables ruinas.
Beethoven era también legado de Alemania,
aunque inmaterial, y su espíritu, impelido por el romanticismo,
insuflaba a aquel escenario una energía que parecía muerta. Él,
resucitado, parecía conseguir revivir con su música vital y
poderosa lo que le rodeaba, cantar a ese hermanamiento pregonado por
el Schiller de su Novena Sinfonía: “¡Alegría, hermosa chispa de
los dioses, hija del Elíseo! ¡Ebrios de ardor penetramos, diosa
celeste, en tu santuario! Tu hechizo vuelve a unir lo que el mundo
había separado, todos los hombres se vuelven hermanos allí donde se
posa tu ala suave”.
El espíritu de conciliación, la
reivindicación de la naturaleza constructora del ser humano, se
anuncia como un bien universal y atemporal. El arte como uno de esos
dones positivos en la naturaleza del individuo, que permite el
progreso y el entendimiento a través de la cultura entre los
diferentes pueblos y a través de las distintas épocas. Ese espíritu
inmaterial, ese fuego interno que permite renacer la civilización
tras cada uno de los embates que han amenazado con su destrucción,
es lo que Gustav Mahler denominaba como “tradición”: “no es la
adoración de las cenizas sino la conservación del fuego”. Berlín,
en ese espacio delimitado por el conjunto orquestal, podía ser
también esas ruinas de Atenas que también Beethoven inmortalizó
con su famosa marcha.
Un Partenón que fue faro de Occidente,
sufriendo durante los distintos siglos las heridas de la misma
especie que lo levantó, y que actualmente lucha por recuperar su
esplendor. De nada sirvió ser utilizado de polvorín o quedar
saqueado por los expolios coloniales. Ahora, va recuperando su
importancia tanto física como simbólica. Es el tiempo, que va
colocando las cosas en su sitio por el retorno a la razón. Y lo hace
con aquellos restos supervivientes de los distintos naufragios
históricos, lo que resulta digno de permanecer en la civilización
por sus cualidades universales.
Aquello que sigue vivo porque
continúa despertando interés en la civilización, y lo suscita
porque atañe a los intereses y sentimientos más profundos. Son las
piezas de un patrimonio vivo y no muerto tras las vitrinas de un
museo. Los espacios blancos de las salas expositivas, del edificio de
la institución cultural, no debe ser una nevera donde conservar sus
alimentos, sino un centro vivo, como lo fue en un principio. Allí
donde se daban cita diferentes investigadores, que revisaban y
estudiaban las piezas legadas por sus antepasados, que se iban
atesorando, explicando y dando sentido al mundo. Porque las
creaciones humanas deben de hablar de quienes las han hecho, de sus
motivaciones, y de su capacidad para llegar al mayor número posible
de personas. Sin público que las valore no habría tales obras. Y en
esa valoración o interés o curiosidad por ellas, toma especial
relevancia el sentir humano, el sentimiento como poderosa llama que
mueve al cuerpo y lo alimenta.
La música tal vez tenga la mayor
capacidad para excitar o alimentar nuestro interior, su espíritu, su
alma. Ese concepto, “alma”, que ha traído de cabeza a la
filosofía desde la noche de los tiempos, buscando definirla,
parcelarla, delimitarla, encontrar su localización exacta. Algo que
continúa siendo un misterio, y que por ello lo hace tan fascinante.
La naturaleza abstracta de la música es lo que la hace tan abierta a
interpretaciones. Cada oyente la encuentra sugerente de forma
distinta, extrae sus propias interpretaciones y mensajes. Le toca, le
hiere o le renueva de diferente forma. Fue tal vez el sonido lo
primero que sintió el ser humano al nacer y lo último que percibirá
antes de dejar este mundo. Fue la primera manifestación “artística”
o comunicativa y, por ello, posee ese aura telúrica. Y es, ante
todo, esa inmaterialidad la que la capacita para conectar con el
sentimiento, con el espíritu . Porque al fin y al cabo, son dos
almas hermanadas, que se necesitan y se complementan.
Comparte la noticia
Categorías de la noticia