Antonio Bar La educación es uno de esos temas de relevancia social más controvertidos. No hay partido político que no lleve en su programa un importante apartado dedicado a la educación, y no hay debate político, en campaña electoral o fuera de ella, en el que no se discuta de educación, de su ordenación, de su financiación, del contenido de los programas educativos, etc. Y, sin embargo, lo más paradójico es que quienes más hablan de ella, suelen ser luego los que peor la tratan, la ignoran o la utilizan como instrumento político para la difusión de su ideología partidista y, eso sí, todos ellos abandonan siempre a los docentes, menospreciándolos en su función y en su salario.
Desde un punto de vista teórico, los especialistas en educación están divididos en dos grandes bloques, a lo largo de dos ejes diferentes pero que son tangenciales: por un lado, están aquellos que entienden que la educación es primordialmente un instrumento para la transmisión de conocimientos; y, por otro lado, están aquellos que entienden que la educación es un instrumento para la creación de capacidades; capacidades que permitirán luego al alumnado adquirir los conocimientos que le sean necesarios para su desarrollo a lo largo de la vida. Pero, la verdad es que este debate tiene mucho de nominalista y todo buen docente sabe que, en la práctica, no hay educación posible que no transmita conocimientos –no sería tal–, ni tampoco hay verdadera educación donde no se transmitan y desarrollen capacidades para el aprendizaje, en la escuela y fuera de ella, a lo largo de la vida.
Pero hay un segundo eje del debate sobre la educación, y es aquél que discute sobre si la educación es un instrumento de socialización en los principios, valores e ideología del grupo social dominante y, más en concreto, de quien tenga el gobierno de la sociedad en cada momento; o si la educación es irrelevante en este aspecto, dado que el individuo adquiere a lo largo de su vida toda una serie de conocimientos que le permiten decidir autónomamente qué ser y cómo comportarse como ser humano. Y, la verdad es aquí, una vez más, que ambas cosas se producen en la realidad: la escuela transmite los principios, valores e ideología del grupo social dominante, pero ello no puede evitar que el individuo adquiera a lo largo de su vida toda una serie de conocimientos que le permitan autodeterminarse y decidir qué quiere ser y cómo comportarse, incluso en flagrante contradicción con lo que le han enseñado y transmitido en la escuela.
Y aquí entra en cuestión el nacionalismo y la utilización de la educación como instrumento de socialización en su ideología y valores. Por lo general, lo que hace el nacionalismo cuando controla la educación es inculcar en el alumnado el sentido de pertenencia al grupo; grupo que se concibe como diferente y, casi siempre, superior a todos los demás, en sus valores y hasta en su condición física. Para ello, se suele deformar y falsear la historia de ese grupo, presentándolo como la víctima de innumerables ataques y discriminaciones históricas. Pero ello, claro, acaba en realidad en la imposición de una ideología sectaria, en la discriminación, segregación, o asimilación forzada de los demás grupos sociales y produciendo el mismo daño, o superior, a aquél contra el que se dice luchar. Es verdad que –como decíamos antes– el individuo tiene también capacidad para autoformarse y, en este sentido, el daño que pueda ocasionar una educación basada en los valores del nacionalismo sectario dependerá de la intensidad y la duración de ese proceso educativo. Pero, como dice la abuela, no hay mal que mil años dure y las cosas, como los ríos, tienden a volver a su cauce natural.
En todo caso, creo que la sociedad no debe renunciar a producir una educación basada en valores; basada en los valores universales de la libertad, la igualdad, la no discriminación y la integración de las minorías. Alguien puede pensar –y algunos así lo critican– que estos valores son propios sólo de la cultura occidental dominante; son una afirmación de etnocentrismo, o de eurocentrismo. Sin embargo, son en verdad valores universales y positivos, y son absolutamente irrenunciables en todo proyecto educativo que merezca el calificativo de tal.
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