Calle Benidorm. /H. G.
Plaça de l?Església. /FOTO H. G.
Calle Mossen Rausell. /H. G.Una de las singularidades de deambular por la ciudad de València consiste en que puedes pasar de saltar por las acequias de la partida de Dalt a cruzar por avenidas de múltiples carriles como Pío Baroja o Maestro Rodrigo en cuestión de minutos. Hasta de segundos si lo haces acelerado. Sí, esta vez ando por Campanar, una de las barriadas que más me sorprende por sus contrastes. Y no me cansaré de recordarlo a lo largo del recorrido.
Respiro hondo entre alcachoferas y cardos que circundan el camino de Benimàmet y acelero hacia al epicentro del pueblo antiguo de Campanar, a su, como no podía ser con otro nombre, plaça de l´Esglèsia. Me divierto zigzagueando por las calles aledañas a la citada Maestro Serrano, igual de poco transitadas que esta avenida principal tan desangelada los fines de semana.
Cardiólogo Tormo
Siempre aficionado a pararme ante placas de calles, releo la dedicada al cardiólogo (inusual toparse con una vía urbana consagrada a un prestigioso profesional de esta especialidad médica) Vicente Tormo Alfonso, también conocido por los tres años que presidió el Valencia CF en los ochenta. Y de ahí giro hacia Reina Violant, evocadora de intrigas regias y de literatura.
Entre descampados, instalaciones deportivas y edificios residenciales me planto en la siempre transitada avenida General Avilés, último inciso de bullicio antes de sumergirme en ese remanso de paz que es Campanar. Cuando escribo esa expresión –remanso de paz- me vienen a la mente los pastores Salicio y Nemoroso que con tanto acierto describía Garcilaso de la Vega. No creo que el poeta recreara la huerta valenciana, aunque no andaría muy alejado en su inspiración.
Vale. Dejo de andarme por las ramas para no distraerme del mejor tramo del recorrido, el que comienza en la calle Mossén Rausell. Despacito, mirando cada casona, sigo mi camino cruzando por calle Marines, compositor Amando Blanquer y por la tan estrecha como corta (unos 50 metros) y encantadora calle Macastre.
Continúo. Aminoro la marcha porque en el viejo Campanar vale la pena no transitar acelerado y disfrutar de su ambiente rural. Atravieso el cruce con las calles Eduardo Lluch y Benifaió y empalmo ya con Benidorm. Sí, con la calle Benidorm. Siempre me llama la atención el contraste de su nombre. Cuando alguien piensa en Benidorm no la relaciona precisamente con la tranquila calle de Campanar. Más bien con lo contrario. Bueno, me sorprenden tanto la denominación de la calle como el enorme rótulo que corona el Forn de Manuela. Y la tradición que emana de la Sociedad Recreativa Casino de Campanar. Rimbombante nombre tan usado en el pasado (lo de sociedad recreativa casino) para destacar que se trata de un lugar donde distraerse.
Desando unos pasos, tuerzo a la derecha por Grabador Enguídanos y salgo de la zona de las casas protegidas, donde no se puede construir para preservar el patrimonio de Campanar. No. Me falta algo fundamental. No me quedo tranquilo. Pienso. Otro giro, ahora a la izquierda por calle del Barón de Barcheta y, sí, he llegado al apogeo del encanto de esta secular barriada encorsetada entre las avenidas Maestro Rodrigo, calle Parra y Pío XII. Claro: la plaça de l´Esglèsia. Impresionante totalmente.
La primera visión provoca una erupción de recuerdos en mi cabeza, y no precisamente urbanos. Una octogenaria, diminuta de cuerpo y muy enérgica de espíritu, barre con vigor el tramo de acera situado junto a la puerta de su casona de dos pisos, posiblemente la vivienda que le legaron sus ancestros. Con calma, con pulcritud y, naturalmente,con el sentimiento de que se trata de una tarea cotidiana que ha heredado como costumbre.
Bajo un silencio que sorprende en una metrópoli, me siento a contemplar el campanario de la iglesia de Nuestra Señora de la Misericordia y, mientras la miro, pienso en las deliciosas calderas de arròs en fesols i naps que se cocinan en esta plaza en las fiestas de la Virgen de Campanar, que precisamente se celebran en febrero. Sí, aunque hace más de 120 años que dejó de ser pueblo y se integró en Valencia, todavía mantiene esa esencia secular. Y ese encanto que singulariza el barrio dentro de la ciudad.
¡Vaya! Se me ha abierto el apetito. Voy a buscar coca Cristina en alguno de los hornos. Quizás en los de la colindante calle Riba-roja, aunque eso ya significa empezar a salirme de este islote campestre. Me comeré mejor una empanadilla por el camino hacia un distrito diferente de la ciudad, que Valencia da para curiosear mucho y todavía tengo por delante otro bonito y largo paseo que contaremos en el número de marzo de El Periódico de Aquí.
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