Javier Mateo Hidalgo Dicen que los
tímidos tratan de enmascarar su personalidad haciendo gala de una actitud
extremadamente extrovertida. Luis García Berlanga decía que de pequeño tenía
una vocación, la de “ser invisible” y que, ya de adulto, la transformó en un
deseo más realista: “pasar desapercibido”. Cuando decidió dedicarse al oficio
de cineasta, continuaría queriendo permanecer en el anonimato. Una tarea
imposible en dicha profesión desde que, según sus palabras, “los que se llaman
intelectuales decidieron que este juguete había que romperlo y sacar a flote a
aquellos que lo hacían, en concreto el director”. Para él, esa decisión sería
similar a la tomada por un un prestidigitador que, al terminar su número,
mostrase su truco. Berlanga creía en el pasado de un cine “mágico” donde había
“unos seres dentro” que “lo hacían pero que no se conocían”. Afirmaba que le
hubiese gustado pertenecer “a ese momento de la no identidad de quien hacía la
película”. Por ello, tal vez, el homenaje que este año se le tributa al
cumplirse su centenario podría carecer de sentido pero, por fortuna, le
conocemos y valoramos su trabajo. Su timidez y humildad no pueden ocultarse,
pues el cine de comedia que tanto le gustaba como espectador y por el que
siempre decidió apostar, no sería el mismo sin sus aportaciones. Y, por
extensión, tampoco la historia del cine español o europeo, que quedarían
huérfanos de una parte importante de su legado. Otra de las confesiones del
maestro valenciano más reseñables parece dar la razón al principio de este
artículo, ya que necesitaba hablar constantemente para ocultar los vacíos en
las conversaciones y evitar sentirse culpable de dichos momentos incómodos. Su
cine se caracterizará precisamente por esto: por el diálogo constante, por el
ruido ocultador de silencios. Como buen valenciano, era un gran devoto de lo
festivo, las tracas y, por supuesto, las fallas. La caricaturización o
descripción grotesca con la que caracterizaba a
sus personajes venía a describir precisamente al ser humano con sus
bondades y contradicciones. A pesar de la aparente artificiosidad, quería ser
reflejo de una realidad que él observaba diariamente. Sus magistrales planos
secuencia corales representan no sólo su capacidad única para escenificar ese
macromundo en su micromundo cinematográfico, sino su gran capacidad para
dirigir a un innumerable plantel de magníficos actores (aunque él mismo
volviese a recurrir a su humildad para asegurar que poner tanta gente en danza
no era sino una forma de maquillar el no saber dirigir). Con él, sus actores
fetiche dejaban de ser secundarios para demostrar que valían tanto o más que
los protagónicos. Junto a su amigo y guionista de cabecera, Rafael Azcona,
Berlanga encontraba ideas para sus historias sentado en mesas de café, poniendo
atención a lo que acontecía a su alrededor. “La vida alrededor” se desarrollaba
mágicamente en un continuo e interminable plano y esas escenas quedaban
posteriormente registradas en historias filmadas, algunas de ellas
verdaderamente revolucionarias para su tiempo. Llama la atención cómo ciertos
títulos emblemáticos del cineasta lograron colar un gol por la escuadra a la
censura de la época, como sucedería con Plácido
o El verdugo. Sin duda, el aire
amable de sus films anteriores (Bienvenido,
Míster Marshall, Novio a la vista, Calabuch, los jueves, milagro) quedaría sustancialmente modificado por la
mano de Azcona, mucho más ácido y negro que Berlanga y, sobre todo, más
crítico. La censura, en cierto sentido, puso más difíciles las cosas a éstos y
otros creadores, pero también les obligó a desarrollar historias más elaboradas
y simbólicas para poder sortearla, por lo que paradójicamente Berlanga se
convierte en quien conocemos debido en parte a esta necesidad. Él mismo dijo:
“En otras ocasiones, la censura "tenía mucho más ingenio que nosotros”.
Célebre es la anécdota en que un amigo censor de Berlanga le confesó que, tras
leer en uno de sus guiones un plano con una vista general de la Gran Vía,
afirmó: “Siendo la película de Berlanga, ¿quién nos aseguraba que no sacaría en
ese plano a cinco curas saliendo del cabaré Pasapoga?"
Berlanga conocería
de primera mano el cine ya desde su niñez, cuando asistió al rodaje de El fava de Ramonet, cortometraje rodado
y dirigido en Valencia por Juan Andreu Moragas en 1933, convirtiéndose en la
primera película sonora en valenciano. La historia estaba inspirada en un
sainete de Luis Martí, tío de Berlanga, y en ella ya estaban presentes los
ingredientes de ese “cine de risas” que tanto atraparía al cineasta. A pesar de
su admiración por directores europeos no precisamente cómicos como Pabst y su Don Quijote, Berlanga no se cansaría de
reivindicar el estilo de creadores como Louis de Funes (ese actor de raíces
españolas que dijo inspirarse en el Pato Donald para su propia caracterización
como actor), o el cine del que consideraba su maestro, René Clair. El cine de
Berlanga supo hacerse eco de lo popular y del humor para captar al espectador,
buscando en ambas bazas una especie de “vaselina” con la que conseguir meter (a
modo de caballo de Troya) el fondo agridulce de sus historias. Por su cine tan
sustancioso es considerado una de las “tres B” del cine español, junto a Buñuel
y a su amigo Bardem (a éstas añadiría una cuarta, la de Carlos Blanco). De él
diría Franco que no era comunista, sino simplemente un mal español. Tiempo
después escribiría La escopeta nacional,
inspirándose en un perdigonazo que Manuel Fraga dio accidentalmente en el
trasero a la hija del dictador, durante una cacería. Pero Berlanga siempre fue
más allá de ideologías, y supo mostrar las miserias de ambos bandos en otra de
sus joyas, La vaquilla.
El término
“berlanguiano” forma ya parte del diccionario, desde que otro cineasta y
académico, José Luis Borau, logró su inclusión en la Real Academia. Con él
viene a definirse ese tipo de situaciones que, como decimos, se manifiestan
constantemente en nuestra vida, surrealistas y cómicas. La prueba está en uno
de los episodios sucedidos antes del fallecimiento de Berlanga, cuando un
periódico publicó su esquela por error.
Hasta el final de
su carrera con París Tombuctú (que
incluía en su escena final la elocuente frase, pintada sobre el icónico toro de
Osborne, de “tengo miedo”), nunca olvidó introducir el término “Austrohúngaro”
en alguna escena. Lo había convertido en su talismán de la suerte y, tuviera o
no que ver con lo que hablaba el personaje que lo pronunciaba, le acompañó
hasta el final como cineasta. Y, de alguna forma, no deja de tener su sentido,
porque con Berlanga acaba toda una época, una dinastía de grandes del cine español,
pero su mensaje sigue y seguirá teniendo vigencia como valenciano universal que
fue.
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